EL FABULADOR
Stephen Glass
PRIMERA PARTE
Descenso
Un batacazo espectacular, como pude comprobar, es la vía más
rápida hacia los logros más increíbles. En el verano de 1998, cuando tenía
veinticinco años y estaba seguro de mi rumbo en esta vida, repentinamente me
convertí en el periodista más vilipendiado y en la estrella en más rápido
ascenso de Washington. Realmente sucedió en ese orden: primero la caída y luego
el ascenso. Después de caer, mis anteriores logros se exageraron enormemente,
para que mi desplome, tan profundo y veloz como fue, tuviera sentido.
Aunque me han dado muchas oportunidades de explicarme, nunca
antes he hablado de los sucesos de aquel verano. Mi decisión de salir ahora de
esos años de silencio autoimpuesto tiene más que ver con la distancia física
que con el paso del tiempo. Alejado de Washington, me siento por primera vez
menos avergonzado, e incluso tengo menos miedo.
Pero no me gustaría que nadie me malinterpretara: cometí un
error terrible, una grave y nefasta equivocación, y tienen razón los que lo
dicen. Sin embargo, hay algunos individuos, en su mayoría periodistas, que
creen que debería estar avergonzado para el resto de mis días, y quizá también
atemorizado. Son progresistas y tienen fe en la rehabilitación, por lo que
nunca lo expresan de ese modo, pero yo creo que lo sienten visceralmente. No
consiguen comprender cómo, después de infringir todas sus reglas —reglas justas
e importantes—, sigo codeándome con ellos. Si no recibo un castigo mayor, ¿de
qué sirve el benéfico orden que han impuesto?
Como sé de muchos que opinan así, soy consciente de que
algunos de mis colegas y amigos, presentes y pasados, sospecharán de mis
motivos para ofrecer este relato; simplemente lo verán como una mentira más,
como el agónico intento de un semidifunto de regresar de entre los muertos para
impulsar las circunstancias en su beneficio.
Y en cierto modo, así es.
Nada me haría más feliz que recuperar el aprecio de la
gente. Pero no lo espero. Ahora no, después de lo que ha pasado. Sólo puedo
contar mi historia y confiar en que todo salga bien.
Ahí estábamos Allison y yo, entrando en nuestro apartamento
de la mano. Reíamos tontamente, extasiados y contentos con el mundo. Como
siempre, su pelo rubio de duendecillo y su aire adolescente me llegaban
directamente al corazón: no acababa de creerme la suerte de estar con ella.
Allison me cautivó desde el primer beso, o quizá desde la primera vez que oí su
ligero acento brasileño, y desde entonces he preferido cerrar los ojos a los
defectos de nuestra relación y ver sólo las virtudes.
Era la tarde del primer día de nuestra semana de vacaciones,
y acabábamos de volver del cine. Allison decía que no se puede ser más libre
que estando sentado en el cine en una sesión de tarde, pero hasta aquel día
habíamos pasado meses sin ir, y menos a una sesión vespertina. Yo trabajaba
todo el tiempo, incluso los fines de semana. Si bien era el redactor más joven
de la plantilla del Washington Weekly, también era uno de los más prolíficos y,
cada vez más, uno de los más conocidos. Y aunque había esperado —y así se lo
había prometido a Allison— que con cierto éxito llegaría una calma relativa, mi
ansiedad no había hecho más que aumentar de manera proporcional, y mis
esfuerzos por aliviarla con largas horas de trabajo se habían redoblado.
Allison puso el contestador: «Tiene seis mensajes nuevos.
Primer mensaje, recibido a las 10.49.»
«Steve, soy Robert —empezaba diciendo el mensaje. Robert era
el jefe de redacción del Weekly—. Llámame cuando tengas un segundo. Acabo de
recibir un e-mail de un reportero del Substance Monthly. Dice que quiere hablar
de uno de tus artículos. Como no sé de qué va el asunto, he pensado que lo
mejor era llamarte primero a ti. Perdona por molestarte en plenas vacaciones.»
«Siguiente mensaje, recibido a las 11.21.»
«Steve, soy Robert otra vez. Acabo de hablar con el tipo del
Substance y me ha hecho algunas preguntas sobre tu artículo, aquel de los
“indignados ganadores de la lotería” de hace un par de semanas. Llámame. Estoy
en la oficina.»
«Siguiente mensaje, recibido a las 13.45.»
«Steve, soy Cliff Coolidge. Sólo te llamo para confirmar lo
de la cena de esta noche. Llámame y dime algo.»
Cliff era un conocido mío y de Allison. Había sido compañero
suyo en la Universidad de Stanford y ahora era un joven redactor de la revista
District.
—Creí que lo habías cancelado —dijo Allison—. Esta noche
hemos quedado con mi hermano, ¿recuerdas?
Allison tenía seis hermanos varones (ella era la única chica
de la familia), y todos vivían lejos, en la costa Oeste o en Brasil, donde
habían cursado la escuela primaria, así que siempre había algún hermano de
visita en la ciudad. Pero a este hermano en concreto aún no lo conocía.
Sabía que tenía que disculparme por haber olvidado su
visita, pero no podía. Estaba allí quieto, petrificado, sin poder prestar
atención más que a la voz de Robert. La de Allison se confundía con el fondo,
como las interferencias en una emisión de radio.
«Siguiente mensaje, recibido a las 14.07.»
«Steve, aquí Robert. Es mi tercer mensaje. ¿Dónde estás?
Llámame. Es muy importante. Diles que me interrumpan si estoy al teléfono.»
«Siguiente mensaje, recibido a las 14.41.»
«Steve, cancela lo que sea que estés haciendo y vente, de
verdad. Allison, si oyes esto y sabes dónde está Steve, ¿puedes avisarlo, por
favor, y decirle que me llame? Soy Robert.»
«Siguiente mensaje, recibido a las 15.48.»
«Steve, Steve, Steve, Steve. Coge el maldito teléfono.
¿Dónde coño te has metido? Me da igual que estés disfrutando de una bonita
escena romántica. ¿O acaso quieres que me presente en tu casa?»
«No hay más mensajes.»
Me quedé mirando el aparato, con un nudo en el estó-mago.
—Vas para allí, ¿no? —preguntó Allison.
—Sí —dije.
—Siempre se sale con la suya. Todo es urgente. ¿No puedes
pasar de ir?
Allison estaba acostumbrada a la insistencia de Robert. Dos
semanas atrás, había llamado cinco veces a casa y una vez al trabajo de ella,
porque pensaba que se me había olvidado entregar un artículo. Finalmente
resultó que había metido en el ordenador un disquete equivocado.
—Si no voy...
—Ya lo sé, ya lo sé. Seguirá llamando. ¿Me prometes al menos
que estarás de vuelta para la cena?
—Claro que sí.
—Vuelve pronto —me dijo.
Le prometí que volveríamos a vernos en cuestión de una hora.
Pero tal como sucedieron las cosas, nunca volvimos a vernos, o por lo menos no
del mismo modo que antes. Fue entonces cuando empecé a perder a Allison.
Debería haberme dado cuenta ya entonces, pero no lo hice. Cuando volvimos a
encontrarnos, el proceso de nuestro des-conocimiento (por el cual empezamos a
sentir que nos conocíamos cada vez menos y que, en definitiva, nunca nos
habíamos conocido realmente) ya había empezado.
El camino de mi casa a las oficinas del Weekly era corto,
unos veinte minutos andando. Era mayo, el único mes agradable en Washington. El
aire era tibio y leve como un sueño placentero, y en un sueño placentero empecé
a evadirme. Mi mente derivó hacia Allison y hacia nuestro picnic de la noche
anterior: sushi y vino blanco en la escalinata del monumento a Lincoln. También
pensé en el concierto de música klezmer al que había asistido poco antes
—Judíos con cuernos, se llamaba—, en la lentilla que perdí bailando y en cómo
tuve que conducir de vuelta a casa con un ojo cerrado. Pensé también en mi
familia: mis padres y Nathan, mi hermano.
Al atravesar el Dupont Circle, me quedé a ver las últimas
jugadas de una partida de ajedrez contrarreloj y me detuve en un almacén CVS a
comprar una tarjeta para el día de la madre. La que elegí tenía la figura de
una madre diciéndole a un niñito que guardara las tijeras «donde las has
encontrado», que era exactamente lo que solía decirme mi madre: «Stephen, que
no se te olvide guardar las tijeras donde las has encontrado.»
Ustedes pensarán que yo debía saber en qué lío me había
metido, y hasta cierto punto lo sabía. Debería haber estado nervioso,
maquinando y estrujándome el cerebro ya entonces para encontrar una salida.
Debería haber ganado tiempo. Eso es lo que piensan todos cuando nunca los han
pillado. Pero yo no hice planes ni maquinaciones; ni siquiera intenté imaginar
lo que estaba por venir. Usé mi capacidad de autosugestión hasta extremos
inconcebibles. Si me hubiera parado a pensar en lo que había hecho,
probablemente me habría dado la vuelta y habría salido corriendo.
Éste es el artículo al que Robert se refería en sus
mensajes. Había aparecido en el Weekly poco tiempo antes:
No tan afortunados
por Stephen Aaron
Glass
Todos los domingos, Gloria Pruitt, una delicada ancianita de
grises cabellos, escenifica una elaborada protesta contra la lotería estatal, a
las puertas de la residencia del gobernador de Pennsylvania.
Para que su acción resulte más fotogénica, Pruitt se
presenta atada a un crucifijo de unos dos metros de altura, que ella misma ha
fabricado utilizando balones de playa con números pintados de color negro,
imitando las bolas de la lotería. Sobre la cruz despliega un cartel donde puede
leerse: «He ganado la lotería por vuestros pecados.»
«Mi objetivo es lograr la abolición de la lotería antes de
morirme —me explicó Pruitt—. Tener una misión para un buen fin social es lo que
me mantiene joven.»
La anciana forma parte de un creciente grupo de ganadores de
la lotería que piensan llevar a los tribunales a los gobiernos estatales que
organizan juegos de azar. A finales de los ochenta, le tocó a Pruitt un premio
de cincuenta millones de dólares, pero como otros muchos ganadores del gordo,
esta abuela de seis nietos perdió todo su dinero en dudosas inversiones y
gastos extravagantes. Ahora dobla camisas en una tienda Eddie Bauer de las
afueras de Harrisburg. Antes del premio, ocupaba un cargo de directivo medio en
una empresa.
«En enero tuve que vender casi toda mi ropa de invierno:
jerséis, abrigos, pieles de Neiman Marcus, e incluso una parka que tenía desde
el instituto —declaró—. Tengo más deudas que nunca. La lotería me ha arruinado
la vida. Ojalá nunca me hubiera tocado. Francamente, es un crimen que haya
ganado.»
«Gloria no ganó la lotería —me comentó Stan Romaine, un
abogado que ha organizado una conferencia en Virginia para ganadores
damnificados—. Prácticamente ha sido destruida por su causa.»
El artículo seguía, con algo más sobre Gloria Pruitt y la
conferencia de Virginia, y más historias de terror de otros ganadores. Debería
haber pensado en el artículo mientras caminaba —o más bien me dejaba ir— en
dirección al Weekly, pero no lo hice. En lugar de eso, iba dándole vueltas a
todo lo demás, a cualquier otra cosa que me viniera a la mente.
En poco tiempo llegué a las oficinas de la revista y me paré
a contemplar la que había sido mi casa desde mi graduación en Cornell.
El Weekly ocupa el octavo piso de un edificio mediano de
oficinas en Foggy Bottom, distrito situado a escasa distancia del monumento a
Lincoln. La entrada de la estructura está engalanada con cristal verde ahumado
y mármol rosa, lustrado a mano todas las mañanas hasta la perfección por un
hombre llamado Jimmy, que además supervisa al equipo de nueve que pasa
diariamente la aspiradora por los pasillos, pule las superficies metálicas una
vez a la semana y limpia las ventanas cada tres semanas, en lunes, siempre que
no esté lloviendo. En conjunto, el 800 de New Hampshire Avenue NW es perfecto
para impresionar a la madre de cualquiera.
Años atrás, la revista estaba en Capitol Hill, en una
deteriorada nave comercial —el tipo de edificio que en mi fantasía debía
albergar a una revista como el Weekly—, con una imprenta ruidosa en el sótano,
olor a productos químicos en el aire y tizne de tinta en cada mesa, picaporte e
interruptor. Pero el año anterior a mi contrato, el dueño de la revista vendió
la nave y trasladó a la plantilla aquí.
Los comerciales invitaban a los anunciantes al reluciente
espacio nuevo, pero éstos invariablemente se llevaban una desilusión. La
redacción ya no parecía salida de Todos los hombres del presidente, con los
reporteros acodados sobre escritorios colocados unos frente a otros y
farfullando las noticias del día. Ahora los redactores trabajaban cada uno en
su despacho, frente a su ordenador, solos. El jefe de redacción ya no podía
aullar: «¡Paren las rotativas!», ni siquiera para presumir —si es que alguna
vez lo había hecho, cosa que dudo mucho—, porque el trabajo de imprenta había
sido subcontratado a una gran empresa con instalaciones cerca de la bahía de
Chesapeake. Todos los lunes por la tarde, enviaban por mensajero las primeras
galeradas de la revista, en envoltorio de plástico retractilado. Para abrirlo,
había que tirar de una de esas cintitas rojas, como las de los paquetes de
chicles. Me encantaba entrar allí todos los días. Cuando trabajaba para el
periódico de la universidad, tenía fama de moscón, y las autoridades del campus
me detestaban —el presidente y el decano habían llegado a odiarme—, pero aquí
mi trabajo consistía precisamente en ser un moscón. De hecho, éramos un nido de
moscardones. Si un artículo no irritaba a alguien, era un fracaso; si no
revelaba información comprometida sobre un tema, si no causaba conmoción, no
valía demasiado.
Básicamente, el Weekly había inventado lo que llegó a ser la
tendencia dominante en el panorama de las revistas de los años noventa: la
«irónico-contraria». Los artículos del Week-ly eran agresivos, pero no
polémicos ni predecibles como los que pueden publicar The Nation o la National
Review, sino insidiosos, medidos y tanto más devastadores cuanto que usaban las
declaraciones del propio interesado para hun-dirlo. Lo suyo no era el
asesinato, sino el suicidio asistido. La voz del periodista era mesurada,
serena, e incluso fría. Como mucho, se limitaba a añadir un escueto «Y que lo
diga», como quien enrolla la soga para un uso futuro.
La clave de todo artículo del Weekly era el señuelo: la
declaración más inaudita de la persona entrevistada, forzada por las preguntas
del periodista a llevar su postura hasta extremos increíbles, más ridículos que
lógicos. Por ejemplo, un congresista de Iowa, ardiente defensor de las subvenciones
a los agricultores, acabó diciendo que, si resultaba demasiado caro pagar a los
granjeros para que no cultivaran, habría que pagarles un poco menos para que
dejaran de trabajar del todo.
Por último, el título de un artículo del Weekly tenía que
ser un tour de force. Mientras que los titulares de otras revistas eran
funcionales o vagamente graciosos, los nuestros eran pequeñas obras de arte:
breves, pero con múltiples significados, referencias a la cultura mediática y,
una vez más, velados ataques que no parecían lanzados por el propio periodista.
El título de un artículo sobre las desinformadas críticas de Barbra Streisand a
un político conservador israelí, por ejemplo, fue una palabra inventada:
Yental. Era una referencia a su película Yentl y al término yenta, que en
yiddish significa «chismosa» y «entrometida». (También podía distinguirse el
eco de mental, un término que en el patio de la escuela usábamos como insulto.)
En seguida me adapté al estilo del Weekly, que para mí era
nuevo pero fácil de aprender, y a su cultura, bastante similar a lo que había
vivido en Cornell: nadie vestía formalmente, todos remoloneaban, todos salían
con todos, y todos nos creíamos el ombligo del mundo. Uno de nuestros juegos
preferidos a la hora de comer consistía en hacer el casting de Washington
Weekly: la película. Yo era invariablemente «un Jeff Goldblum más joven»; mi
amigo Brian era Matthew Broderick, y Lindsey, por mucho que le molestara, era
Ally Sheedy en El club de los cinco.
Aunque teníamos pocos suscriptores en comparación con otras
revistas, y la mayoría eran hombres mayores —el público menos atractivo para
los anunciantes—, nos habíamos convencido de que lo importante no era la
cantidad, sino la calidad de los lectores. Cuando un reportero de otra
publicación localizó un ejemplar del Weekly en el Despacho Oval y lo comentó en
un artículo, el asunto quedó más allá de toda duda, al menos en lo que a
nosotros concernía. No nos preocupaba ser grandes si podíamos ser influyentes,
y éramos lo bastante inocentes para creer que realmente éramos tan importantes
como creíamos.
Potenciábamos aquella creencia con la impresión de ser
especiales: éramos los elegidos. Para un joven redactor, un contrato con el
Weekly abría puertas. Los antiguos miembros de la redacción de la revista te
contrataban para escribir para el Times, el Washington Post o el New Republic.
Entre todos sumábamos la edad de Helen Thomas, y nuestra experiencia periodística
combinada, antes de entrar en el Weekly, era la de George Stephanopoulos. Aun
así, éramos estrellas, estrellas precoces —Franny, Zooey y Seymour en el
concurso de radio—, y eso era lo que importaba.
Pero mi estrella estaba cayendo; ya entonces sentía que estaba
cayendo.
Robert se hallaba de pie frente a la puerta cuando entré. Su
pelo negro empezaba a adquirir los distinguidos reflejos ceniza propios de un
hombre que, aunque eminente, ha dejado de ser joven. Pero el pelo no era más
que un símbolo de la transformación que mucho antes se había obrado en su
interior. Robert acababa de cumplir cuarenta y cinco años, pero ya era un
veterano en el papel de veterano.
Al parecer, había estado yendo y viniendo de su despacho al
mostrador de recepción, que atendía un hombre entrado en años, un ex predicador
llamado Samuel.
—¿Dónde coño te habías metido, Steve? —exclamó Robert,
soltando el taco un poco más alto de lo apropiado para los oídos de Samuel, que
se lo quedó mirando. Aunque blasfemar, fumar y pecar eran aspectos
fundamentales de la cultura de la redacción (incluso los jefes lo promovían),
nada de eso estaba permitido delante de Samuel.
Fue entonces cuando empecé a vislumbrar, al menos someramente,
lo mal que estaban las cosas. Normalmen-te, cuando algo va mal, aunque se trate
de una tontería, me entra el pánico, pero en ese momento estaba más absorto e
intrigado que nervioso, como si las cosas fueran mal para otro, alguien alejado
de mí que en todo lo demás me resultara indiferente.
—Lo siento —dije—. Estaba de vacaciones con Allie. Son
nuestras primeras vacaciones de verdad en mucho tiempo y son muy importantes
para ella.
—De acuerdo, Steve, muy bien. Pero ahora ven conmigo.
El despacho de Robert estaba inmaculado; todo estaba en su
sitio. Copias enmarcadas de sus artículos de portada tapizaban las paredes, al
igual que sus premios, y los había por docenas.
Cuando se hubo sentado, llamó por la línea interior a Ian,
el segundo en la redacción después de Robert, y le pidió que se reuniera con
nosotros. Yo estaba sentado —o más bien hundido— en el bajísimo sofá de Robert,
mientras que él se había situado varios palmos por encima de mí, en su silla
giratoria. Nos separaba su desproporcionada mesa nueva de escritorio, una mesa
demasiado grande para la habitación, que sin embargo había encargado fabricar
especialmente. Robert había dispuesto el ordenador, el teléfono y todas sus
cosas en la esquina de la mesa en forma de L. Parecía la cabina de un avión.
—¿Al... algún problema, Robert? —pregunté. El tartamudeo me
sorprendió. También estaba empezando a sudar. El nerviosismo que siempre había
sentido en el Weekly comenzaba a aflorar, como de las profundidades, y
amenazaba la serenidad que por autosugestión me había impuesto durante el
camino.
—Algo que podrás aclarar rápidamente, espero. De momento
esperaremos a que venga Ian. —Su voz era firme, con un matiz de fastidio, o tal
vez de ira, no acababa de distinguirlo.
Sacó una agenda enorme, de esas tan grandes que hace falta
una hebilla de cinturón para que no se abran, y un rotulador. Me miraba y
escribía, o más bien garabateaba, moviendo la mano con tanta rapidez que se
hubiera dicho que estaba bosquejando mi retrato.
—¿Puedo preguntarte qué estás escribiendo? —arriesgué
cautelosamente. Me preguntaba qué estaría pensando y lo que sabía.
—Simplemente, esperemos a que venga Ian, ¿de acuerdo?
—Disculpa —dije.
Pasaron treinta segundos, y Robert seguía escribiendo. Me
desplacé en mi asiento, tratando de enderezarme y de emerger un poco de entre
los cojines del sofá. Intenté no pensar en cuántos redactores habrían
practicado el sexo en aquel sofá después de la jornada laboral; sabía de
varios, pero tenía que haber más. Robert tosió una o dos veces. Pensé en lo
curioso que resulta que la gente tosa más, y a mayor volumen, precisamente
cuando hay que guardar silencio. Así, no es muy frecuente que alguien se ponga
a toser en una fiesta, en medio de una conversación, y sólo resulta moles-to
cuando la tos es muy fuerte. Pero, por ejemplo, en el tea-tro, cuando acaban de
apagarse las luces, aquello parece la enfermería de un instituto diez minutos
antes de un examen, con tanto espasmo y tanta carraspera.
A mi pesar, tosí.
—No me pongas nervioso, Steve.
—Perdona.
Alrededor de un minuto después, Ian, que tiene cierto
parecido con el alce Bullwinkle de los dibujos animados, entró por la puerta.
Me tranquilicé de inmediato. Nunca había pasado nada demasiado terrible estando
Ian presente. Tampoco nada demasiado bueno, pero en aquel momento Ian era
justo lo que yo necesitaba.
Otra buena señal: Bullwinkle se sentó a mi lado en el sofá.
Nos sonrió a los dos.
—Muy bien, comencemos —dijo Robert—. Steve, vamos a empezar
por el principio. Esta mañana me ha llamado un reportero del Substance Monthly.
Me ha dicho que está intentando hacer un seguimiento de tu historia de los
ganadores de la lotería y que le está resultando muy difícil. Dice que no
consigue encontrar a Gloria Pruitt, la de la protesta, y que a lo mejor la
mujer es una fantasía... una invención.
Después de eso, Robert no dijo nada más; se me quedó
mirando, estudiándome los ojos, las manos y la boca. Pero no vio nada. En los
años transcurridos desde entonces, se ha dicho mucho de mi impasibilidad,
juzgada por la mayoría como signo seguro de sangre fría. Pero no me faltaba
emoción en aquel momento, sólo que la había sepultado en lo más profundo de mí,
convencido de que, si no lo hacía, no iba a ser capaz de resistirlo. La
disociación, junto con la ansiedad y hasta la desesperación que enmascara, se
confunde a menudo con la arrogancia.
—¿Es Gloria Pruitt una invención, Steve? —inquirió Robert.
—No, no. Claro que no.
Lo dije porque sabía que era lo que esperaban que dijera. Al
oír mi propia respuesta, mi nerviosismo y mi miedo no hicieron más que
aumentar.
Bullwinkle, sin embargo, estaba visible y audiblemente
aliviado. Exhaló ruidosamente.
—Muy bien —dijo—. Entonces no será difícil poner las cosas
en su sitio. Tengo que volver a mis correcciones.
Se incorporó y estaba a punto de salir del despacho cuando
Robert le indicó con un gesto que se quedara sentado.
—He buscado en la red el teléfono de Gloria Pruitt, pero no
lo he encontrado —anunció Robert—. También Ian ha estado buscando en Internet.
¿Has encontrado el número de la señora Pruitt, Ian?
—No. Pero hice una búsqueda rápida, no demasiado exhaustiva.
No puedo decir que no exista. —Bullwinkle hablaba precipitadamente.
—¿Qué nos dices de eso, Steve?
—No sé, Robert. Es una señora mayor, si no recuerdo mal. Hay
muchos ancianos que no tienen teléfono propio, ¿no? Viven en casa de alguno de
sus hijos, o en una residencia. O quizá figure con el nombre de su marido.
Algunas personas mayores son muy tradicionales. Mi abuelo pidió que retiraran
su número de la guía telefónica después de recibir una serie de llamadas de un
bromista.
—Todo eso me parece posible —declaró Bullwinkle en tono
aprobatorio.
Robert asintió y se relajó un poco. También a él le
parecieron verosímiles mis explicaciones; eran razonables. Por un momento, yo
también me relajé y me permití abrigar la esperanza de que todo iba a salir
bien.
Bullwinkle soltó una risita incómoda.
—Muy bien. Parece ser que todo está en orden. No ha sido más
que una pequeña confusión, ¿verdad? Todavía no he acabado de corregir el
artículo de fondo, así que me voy a terminarlo. —Y se dispuso a incorporarse
una vez más.
—Ian, siéntate, y no te levantes hasta que hayamos terminado
—ordenó Robert, y no volvió a hablar hasta que Bullwinkle no volvió a estar
firmemente plantado en el sofá, a mi lado.
—Aunque no figure en la guía, le pedirás su número para llamarla,
¿no? —me presionó Robert.
—Desde luego, pero estoy prácticamente seguro de que la
entrevisté en una conferencia, y no por teléfono.
—¿Estás prácticamente seguro?
—Quiero decir que estoy seguro. Perdona, Robert, pero no
estoy pendiente de cada palabra que digo. Aunque tal vez debería estarlo. Reuní
la mayor parte del material en una conferencia.
—Eso decía el artículo —replicó lentamente—. Pero ¿crees que
habrá alguna manera de conseguir su teléfono? Si no de ti, tal vez de alguna
otra persona que haya asistido a la conferencia...
—No lo sé con certeza. Tendría que consultar mis notas...
¿Puedo ir a buscarlas? —Después de un silencio, repetí la pregunta, pero esta
vez en forma de aseveración—: Voy un momento a mi oficina, a por mis notas.
Señalé la puerta, pero los ojos de Robert no siguieron la
dirección que indicaba mi dedo. Permanecieron fijos en mí.
Bullwinkle, en cambio, volvió la cabeza y miró a donde yo
señalaba. Habló titubeando:
—A mí me parece bien, ¿no crees? Así todo esto iría un poco
más de prisa, o al menos eso creo, no sé, ¿no te parece?
—Pero vuelve aquí —me instruyó Robert.
—Volveré.
—Quiero verte cuando hable contigo.
—Vale.
—Por teléfono, no.
—De acuerdo.
Me levanté del sofá y salí del despacho de Robert. Andaba de
manera resuelta pero sin prisa, el tipo de zancada de alguien seguro de sí
mismo. Si hubiese obedecido a mis emociones, me habría acurrucado en posición
fetal sobre la alfombra.
Mientras recorría el pasillo, por primera vez me sentí
verdaderamente aterrorizado. Me daba aprensión lo que podía encontrar en mis
archivos, aunque seguramente, en algún lugar de mi mente, sabía perfectamente
lo que había y lo que no había en ellos.
Mi diminuto despacho estaba amueblado únicamente con una
mesa de escritorio, un archivador y un sofá, heredados del ocupante anterior.
Pese a los cientos de horas que pasaba allí todos los meses, las paredes
estaban desnudas, como si nunca me hubiese sentido con derecho a instalarme. La
única decoración era un estadio de juguete de los robots Rock’em Sock’em,
congelados a medio puñetazo sobre mi mesa. Era de Brian Lipton, mi mejor amigo
en la revista. Le gustaba dejarse caer por mi despacho de vez en cuando y
desafiarme a un enfrentamiento con su minúsculo púgil, aullando «¡Arráncale las
piezas!», como en los anuncios de hacía años, cuando éramos pequeños.
Respiré hondo y me dirigí al archivador, que se encontraba
en el rincón más apartado del despacho. Dentro había docenas de sobres marrones
meticulosamente ordenados, con mis notas de todos los artículos que había
escrito para el Weekly. Si las notas no estaban allí, es que no existían. Si no
había ninguna Gloria Pruitt en aquellos archivos, sabría con certeza que nunca
había hablado con ella.
Tenía situado el pulgar para apretar el botoncito que
liberaba el tirador, pero no conseguía reunir fuerzas para abrir el cajón. Me
senté en el sofá, metí la cabeza entre las piernas y arrastré hacia mí la
papelera. Pero al cabo de un rato se me pasaron las náuseas y una vez más la
calma descendió sobre mí. El miedo se convirtió en un extraño afán inquisitivo,
y la ansiedad volvió a caer bajo la superficie, a algún lugar donde podía
sentirla dando vueltas, patrullando, esperando a aflorar de nuevo.
Me puse en pie y abrí el archivador de un tirón. Saqué la
carpeta de abril de 1998 y la llevé a mi mesa. Me senté y la abrí
cautelosamente, como una carta importante. Había cuatro documentos en su
interior. Dos de ellos eran recibos: uno del puente aéreo de US Airways a Nueva
York, y otro de una comida en el China Grill con un entrevistado; los otros dos
eran juegos de notas. El primero trataba sobre una congresista que dormía en su
despacho, supuestamente para ahorrarle dinero al contribuyente. Yo había
demostrado que, con los gastos adicionales de limpieza y seguridad, la congresista
le salía más cara al contribuyente que si alquilara un piso en Georgetown. El
segundo juego de notas era acerca de un hombre que había inventado un
«propinómetro», una pequeña pantalla digital que le mostraba al camarero lo que
el cliente estaba dispuesto a darle, con todas las fluctuaciones de la propina
prevista a lo largo de la comida o de la cena. El inventor me dijo que el
sistema tradicional, por el cual los clientes revelan sólo al final el importe
de la propina, no ofrece los incentivos adecuados para que los camareros
mejoren. «Si el aperitivo se retrasa, el cliente puede reducir la propina
prevista, y entonces el camarero se esforzará por servirle más rápidamente el
primer plato y así recuperar lo perdido —me explicó el inventor—. Durante
cientos de años, el cliente ha echado en falta un medio para expresar
información en tiempo real sobre la calidad de la relación de servicio
experimentada. Ahora lo tendrá.»
No había notas sobre Gloria Pruitt. Lo miré y lo remiré,
pero no había nada. No había ni una sola nota sobre la conferencia de la
lotería, nada en absoluto. No había ninguna jodida nota.
El cuello, el pecho, las piernas, cada parte del cuerpo me
palpitaba de miedo, y a cada momento, el dolor se amplificaba. Sentía pinchazos
en los dedos, y la sensación me subía por las manos, como si me estuviera
poniendo guantes de alfileres.
Lindsey Ditmar, otra redactora de la revista, charlaba con
alguien del otro lado del pasillo a un volumen normal, pero su voz me
martilleaba en la cabeza. Se había apuntado a la moda de lo que llamábamos la
«contra-necro»: críticas mordaces de difuntos recientes, en contraste con las
apologías del New York Times. En aquel momento estaba escribiendo sobre Fred
Astaire. No había sido tan buen bailarín, sostenía ella; de hecho, Ginger
Rogers lo llevaba a él.
Mientras Lindsey interrogaba a un antiguo coreógrafo de
Astaire, el timbre del teléfono de Brian, a cuatro despachos de distancia, me
entró como un disparo por los oídos hasta el cerebro, me bajó por la columna y
se me quedó pulsando en la zona lumbar.
No podía atender a lo que estaba haciendo. No podía
concentrarme. No podía pensar. Pero lo necesitaba. Necesitaba pensar
urgentemente, más de lo que podía haberlo necesitado en toda mi vida. Cerré la
puerta, cerré la carpeta, me senté frente a mi escritorio y cerré los ojos.
Intenté obligar a las notas sobre Gloria Pruitt a aparecer dentro de la
carpeta. Le recé a Dios —algo que sólo hacía cuando las cosas se ponían
realmente feas— para que aparecieran las notas. Pensé que si lo deseaba con
suficiente intensidad, si lo ansiaba con suficiente fuerza, las notas se
materializarían. Hasta ese momento, gran parte de la vida había cedido con
facilidad a mis deseos, hasta el punto de convertirme, con los años, en un
optimista incorregible. Ahora pensaba: «Esto es lo que quiero, esto es lo que
necesito. Necesito que esas notas estén en la carpeta. Necesito que aparezcan.»
Al cabo de unos minutos así, cerré la carpeta de abril y la
devolví al archivador. Salí de la oficina al pasillo, respiré hondo, me di la
vuelta y volví a entrar. Una vez dentro, abrí el cajón superior, saqué de nuevo
la carpeta y la deposité sobre la mesa. Prometí a Dios que si las notas estaban
en su interior, nunca volvería a hacer nada malo, jamás en mi vida. Prometí
estudiar la Torá, respetar el Sabbath, comer kosher y ser un buen judío, el
mejor judío que hubiese existido. Iba a ser igual que Moisés.
Abrí la carpeta con cuidado, y como antes, encima de todo,
estaba el recibo de US Airways. «No pasa nada —me dije—, todavía quedan tres
documentos.» Debajo estaba el recibo del China Grill. «Vale —estaba nervioso,
pero esperanzado—, todavía quedan otros dos.» Después venían las notas sobre el
propinómetro. «¡Sí! Buena señal.» La vez anterior, esas notas estaban en cuarto
lugar; ahora estaban en el tercero. Había un documento más por debajo; podía
ser que Dios hubiera reorganizado los papeles y hubiera colocado al final las
notas que yo necesitaba. Quizá todo se arreglara. Quizá. «Por favor, por favor,
que sea así.» Contuve la respiración mientras descubría el único documento
restante: eran las notas sobre la congresista que dormía en su despacho.
«No, no, no.» Repasé precipitadamente las notas dos veces
más. US Airways, China Grill, propinómetro, congresista. Ninguna Gloria Pruitt.
US Airways, China Grill, propinómetro, congresista. Ninguna Gloria Pruitt.
Ninguna jodida Gloria Pruitt. ¿Dónde coño estaba Gloria Pruitt?
Tenía todo el cuerpo empapado en sudor. La camisa se me
pegaba al pecho y los pantalones a la entrepierna; las gafas me resbalaban por
la nariz grasienta. Quería gritar, pero no podía; no podía reconocer ante los
demás que estaba metido en un lío. Debería haber llorado, pero no podía
reconocer ante mí mismo que lo necesitaba, porque en ese caso me habría hundido
irremisiblemente.
Lo que necesitaba, me dije, era pensar. Necesitaba decidir
lo que iba a hacer. Pero allí donde estaba no podía pensar. Allí no podía hacer
nada. Necesitaba irme, necesitaba irme a casa.
Llamé a Robert por la línea interior. Lo cogió al instante.
—Hum, ¿Robert?
—Steve, te he dicho que no me llames, que vengas a mi
despacho.
—Hola, Steve. ¿Qué tal estás?
Ése era Bullwinkle. Ya sabía yo que seguiría sentado allí.
—Tengo que salir un momento —dije—. Creo que tengo las notas
en casa.
—¿No están en tu oficina? Deberías organizarte mejor.
—Tienes razón, debería. Lo siento.
Hubo un largo silencio, mientras la estática borboteaba por
el altavoz. Robert no decía nada. Yo no decía nada. Bullwinkle sabía que tenía
que permanecer callado.
—Steve, creo que deberías venir aquí —salmodió finalmente
Robert.
—No, Robert, necesito ir a buscar esas notas. Así que me voy
a casa; me voy a casa ahora.
Fue la primera y la única vez que contradije abiertamente a
Robert.
—Te llamaré en cuanto llegue —añadí precipitadamente. Luego
colgué el teléfono y salí por la puerta trasera.
Una vez en la calle, eché a correr hacia mi casa. Edificios,
coches, turistas, hombres de negocios, todo pasaba por mi lado como una
exhalación. Deseé que mis piernas ralentizaran la marcha, pero se negaron a
hacerlo. Era como ordenarle a los riñones que dejaran de funcionar. No quería
llegar a casa; tenía miedo de lo que iba a encontrarme allí.
Cuando pasé por el Dupont Circle me di cuenta de que estaba
a mitad de camino, y sólo habían transcurrido diez minutos. Al cabo de diez
minutos más, me planté delante de mi puerta. Me quedé parado fuera del
apartamento. Tenía la camisa tan pegada al vientre sudoroso que el contorno del
ombligo resultaba visible a través de la tela de algodón. Intenté despejar la
mente, pero no pude. Entré a regañadientes, y dentro encontré a Allison vestida
en traje de noche, arreglada y maquillada.
—Se nos hace tarde —dijo—. ¿Vas a ir así, Steve? ¿No vas
a... vestirte... un poco mejor? Al menos ponte una camisa limpia.
Hablaba entrecortadamente porque se estaba pintando los
labios. Todavía recuerdo el color: MAC Grid. La empresa de cosmética lo
clasifica en la familia de los lilas, pero yo siempre lo he percibido como un
azul acerado. Allison lo llevaba en nuestra primera cita, y yo no podía apartar
la vista de aquellos turgentes labios azules. Quería probar su boca. Sé que
sonará extraño, pero esperaba que supiera a me-tal. Se lo dije justo después de
besarla por primera vez; probablemente no debería haberlo hecho.
—Mi hermano está en la ciudad, ¿recuerdas? Se supone que
vamos a cenar con él.
—¡Lo siento muchísimo, Allie! —repuse—. No creo que pueda
esta noche. En el trabajo ha pasado algo espantoso.
Todavía no había recuperado el aliento después de la carrera,
cuando se me volvió a acelerar la respiración por el pánico de pensar que
teóricamente debía estar recogiendo las notas para Robert. Me apoyé en el brazo
del sofá e intenté serenarme un poco.
—¿Cómo que no puedes? Tienes que venir. Todavía no lo conoces
y sólo estará aquí esta noche. No me digas que son cosas del trabajo; estás de
vacaciones y lo habías prometido.
Mi campo visual empezó a girar en sentido horario y, poco a
poco, las cosas se volvieron borrosas. El apoyo del sofá dejó de ser suficiente,
por lo que me senté en el suelo.
—¿Te pasa algo? —preguntó ella.
No respondí. Su voz sufría una distorsión en algún punto
entre mis oídos y el cerebro, y sonaba algo así como «¿Tooo pooo-so ooool-go?».
—Steee-veeen, ¿tooo pooo-so ooool-go? —volvió a preguntar.
No levanté la vista. Me sentía mal, pero de una manera que
hasta ese momento nunca había experimentado y que desde entonces se me ha hecho
demasiado familiar: el estómago, con las paredes ardiendo, se me encoge hasta
el tamaño de un puño. Agrias moléculas de ácido me carcomen el forro de las
entrañas como si tuvieran dientes, y el mareo se agrava con la torrencial huida
de la sangre hacia el centro de mi cuerpo. Si no estoy tumbado ya, tengo que
hacerlo, por eso aquel día me acosté en el suelo.
Desde entonces me he sentido así de mal cientos de veces. Lo
sentí cuando vi mi nombre en la portada del periódico. Lo sentí meses después,
cuando vi a Bullwinkle en un cine, sentado unas pocas filas delante de mí. Lo
sentí cuando la recepcionista de la consulta del oculista me preguntó si yo era
«el famoso Stephen Glass». Incluso ahora lo siento, a cinco años y 360
kilómetros de distancia, mientras les cuento lo que pasó aquel verano. La
sensación se ha convertido en un recuerdo físico, y son tantos los estímulos
que la traen a mi conciencia, que dudo que alguna vez consiga librarme
totalmente de ella.
Allison me dio un vaso de agua y yo me senté, bebí un sorbo
y me serené un poco. Al cabo de un minuto, la horrible sensación empezó a
desvanecerse. Bebí el agua con cuidado, como si estuviera tragando algo
afilado. Respiré unas cuantas veces más y entonces, sin levantar la vista, le
pedí a Allison que se sentara a mi lado. Ahora estábamos los dos en el suelo,
con la espalda apoyada en el sofá, ella con su vestido de noche arrebujado en
las rodillas.
—Mira, siento muchísimo lo de tu hermano. Tú sabes que si
pudiera, iría. Pero Robert está furioso conmigo. Me ha hecho unas preguntas
sobre un artículo que escribí, y tengo que preparar unos papeles, porque si no
lo hago se va a poner como una fiera.
—Steve, Robert siempre está cabreado con alguien. Si no es
contigo, es con Brian o con Lindsey. No puedes seguir dejando que invada tu
vida de este modo. Tienes que poner límites.
—Te prometo que esta vez es diferente. Podría tener un
problema muy grave si no me ocupo de arreglarlo.
¿Acaso no podía ver lo importante que era para mí? Normalmente
habría cedido. Allison era empecinada, y como yo era más bien indeciso, por lo
general accedía a todo lo que ella quería, convencido de que sus preferencias
eran más fuertes que las mías. Esperaba que ella pudiese comprender que yo no
habría hecho algo tan poco habitual, que nunca me habría negado de plano, si no
hubiese estado pura y simplemente desesperado. La verdad es que nunca antes la
había contrariado, ni tan siquiera había concebido la idea de hacerlo; sólo
trataba de hacer lo que ella quería, de hacer-la feliz. Pero ella no parecía
reparar en mi nuevo tono de voz, en el pánico apenas controlado que traslucía,
ni en mi inusual insistencia por hacer las cosas a mi manera.
Sus ojos, habitualmente tan dulces, me escrutaban igual que
los de Robert, como midiéndome. Entonces consultó su reloj.
—Hasta aquí hemos llegado, Steve. Debería haber supuesto que
iba a pasar algo así. Nunca me antepones a la revista.
Se incorporó, cogió el bolso y salió por la puerta. Lo hizo
todo sin mirarme, y mi corazón se hundió. La quería desde hacía mucho tiempo, y
sabía que la tensión entre nosotros era culpa mía y no suya. Pese a nuestros
problemas, de una manera más instintiva que racional, yo quería seguir con
ella.
En cuanto la puerta se cerró, corrí a la ventana y grité:
«¡Allie, te quiero!» Pero ella no se volvió para mirar. Era dura donde yo era
blando; en su lugar, yo no podría haber evitado darme la vuelta, pero ella
siguió andando, de espaldas a mí, y ni siquiera se detuvo. Yo la miraba, y
seguí mirándola después de que hubo doblado la esquina y ya no pude verla.
Entonces me puse a trabajar.
Nuestro apartamento era un espacioso dúplex de un dormitorio,
inundado de luz. Estábamos en los pisos cuarto y quinto, y aunque fuera no
había más que dos abetos larguiruchos, si abrías las ventanas después de una
buena lluvia, olía a bosque.
Cuando nos instalamos, transformamos el vestidor de la
planta alta en un estudio para mí, el único ambiente del apartamento que sentía
totalmente mío. Pasaba allí casi todas las noches, leyendo y escribiendo.
Incluso cuando Allison ya se había acostado, cuando podría haber usado toda la
planta baja para trabajar, seguía prefiriendo la sensación encajonada de
aquella habitación. Los amigos que nos visitaban decían que aquel cuarto olía a
mí. Nunca supe qué pensar al respecto.
Subí los peldaños de dos en dos, y al llegar al rellano,
sonó el teléfono. No quería contestar; quienquiera que fuese, no podía ser nada
bueno. Un timbrazo más, y se puso en marcha el contestador. Sonó el mensaje
grabado. Mi voz, grabada meses atrás, cuando Allison y yo acabábamos de
instalarnos juntos, sonaba radiante. El bip de la señal. Alguien respirando.
Una respiración ruidosa y superficial. Una respiración iracunda, la respiración
de un hombre furioso. Después colgaron. Ningún mensaje.
Robert.
Entré en el estudio, me dejé caer en la silla y encendí el
portátil. Mientras arrancaba, miré mi escritorio, de acero inoxidable e
inmaculado. A la izquierda del ordenador había una pulcra pila de papel rayado,
y a la derecha, una larga hilera de jarritas de café de las tertulias matinales
en las que había participado, rellena cada jarrita con lápices de un color
diferente. No era necesario que revolviera nada; sabía que allí no podía haber
notas traspapeladas. Todo estaba demasiado limpio y ordenado.
Sabía que necesitaba preparar algo —cualquier cosa, a decir
verdad—, antes de que Robert volviera a llamar.
Entré en la web del Weekly e imprimí una copia de mi
artículo de la lotería. Lo leí por encima, para ver lo que iba a tener que
demostrar. El personaje más importante de la historia era Gloria Pruitt, la
activista que había fabricado el crucifijo de bolas de lotería. La citaba
cuatro veces.
Miré el artículo impreso y después miré la pantalla en
blanco de mi ordenador. Volví a mirar uno y otro y a continuación mecanografié
las citas de Gloria en mi programa de tratamiento de textos.
Se preguntarán si pensé en las implicaciones de lo que
estaba haciendo. Pues no, al menos no en ese momento. La verdad es que sólo
pensaba en lo que iba a pasarme si no me presentaba en la oficina con las
notas. No podía pensar en ninguna otra cosa. Desde entonces, en infinidad de
ocasiones deseé haberme parado a pensar con más perspectiva, pero lo cierto es
que no lo hice.
Releí en la pantalla las declaraciones que había escrito:
parecían demasiado perfectas. Se suponía que las había anotado en el transcurso
de una entrevista, por lo que era imposible que lo hubiese registrado todo con
tanta precisión. Era obvio que aquellas notas eran falsas. Así que las
desarreglé un poco. Primero alteré unas cuantas letras: extraño se convirtió en
«extarño», que en «qeu» y otras cosas por el estilo. Después sustituí algunas
palabras por abreviaturas caseras: «pq» en lugar de porque; «G» en lugar de
Gloria, y «lt» en lugar de lotería. Pero las notas seguían pareciendo demasiado
perfectas. Volví al principio y usé la barra espaciadora a modo de
ametralladora, añadiendo espacios antes de las palabras, después de las
palabras, e incluso en medio de éstas, a veces tres o cuatro seguidos. Puse
tantos espacios de más que la página parecía agujereada. Después, recorrí una
vez más el texto usando de manera similar la tecla de borrado.
Cuando terminé, leí con satisfacción las notas en voz alta,
vocalizando los errores tipográficos y haciendo una pausa por cada espacio
añadido. Recuerdo haber pensa-do que había sometido las notas a un tratamiento
de dis-tressing, la palabra de moda que usaban entonces los in-terioristas para
referirse al proceso de hacer que algo nuevo parezca antiguo. Por primera vez
aquella tarde, me sentí mejor.
Después se me ocurrió que tenía que añadir paja alrededor de
las citas: los periodistas toman muchas más notas de las que emplean en sus
artículos, y mis declaraciones estaban peladas. Empecé a inventar texto
adicional, pero era difícil. Un par de veces tuve la sensación de que las fra-ses
empezaban a fluir, pero la mayor parte del tiempo era una lucha por cada
palabra. No podía escribir cualquier cosa: Gloria era un personaje, y el texto
añadido tenía que parecer parte de lo que ella podría haber dicho en una en-trevista.
Intenté obligarme a ser Gloria y a imaginar lo que diría.
Para ello, me haría las preguntas a mí mismo con mi voz normal y a
continuación, con su imagen en la mente, respondería con el timbre agudo y
carrasposo de una mujer tres veces mayor que yo. Mis manos ocuparon su posición
en el teclado, listas para transcribir lo que ella dijera. Pero no dijo nada.
Estaba demasiado pendiente de mí mismo, demasiado consciente de ser Stephen
Glass fingiendo ser Gloria Pruitt. Necesitaba transformarme en Gloria Pruitt.
¡Atrezo! ¡Eso era lo que necesitaba! ¡Caracterización!
Corrí al baño.
¡Colorete! Estaba seguro de que Gloria se ponía un montón de
colorete. Volqué sobre la mesa la bolsa de los potingues de Allison. No había
colorete, pero había una barra de Bobbi Brown Cream Blush. «Vale —pensé—, debe
de ser más o menos lo mismo: colorete para gente joven.»
Por desgracia, Allison no tenía los colores estridentes que
yo buscaba. Sus tonos eran demasiado claros, se confundían con su piel. Las
mujeres mayores como Gloria no usan maquillaje que se confunde con la piel.
«¿Para qué comprarlo si no se ve?», diría Gloria, que usaría más bien un rojo
fuerte, casi alcohólico. Pero como no tenía tiempo de salir a comprar el
auténtico, usé el Rosa Arena de Allison en grandes cantidades.
Una vez, meses antes, había acompañado a Allison a Nordstrom
para que le personalizaran los colores. La maestra colorista (un título que me
encantó) dijo que Allison era una Otoño, con insinuaciones de Invierno.
—¿Algo así como principios de noviembre? —dije yo,
intentando ayudar.
—No, no va en coordinación con los meses —replicó la
colorista.
—Tendrás que disculparlo —dijo Allison—. Es un Primavera.
—Desde luego —convino la colorista—. Los Primavera no saben
nada. Es parte de su extravagancia.
Por suerte para mí, la estación de Gloria era fácil: la suya
era la temporada de las fulanas borrachinas de setenta años.
Sin saber muy bien cómo funcionaba la barra de colorete de
Allison, la empuñé como si fuera una tiza y tracé grandes círculos en mis dos
mejillas. Me puse tanto (quizá la mitad de la barra), que las manchas de rubor
sobresalían un par de milímetros sobre la piel.
Me miré al espejo. Necesitaba pintalabios. Mi novia tenía
unos veinte tipos diferentes de pintalabios, pero ninguno era suficientemente
chillón para el gusto de Gloria. Había pardos, rosas y lavandas, pero con
ninguno iba a parecer que Gloria acababa de comerse un polo de cereza. Sabía
que ése era el color que ella usaría.
Mi única esperanza era combinar los colores de Allison.
Primero apliqué una capa del marrón más oscuro y, encima, otra del rojo más
intenso. Nunca antes había imaginado lo difícil que era pintarse los labios. Mi
mano se movía nerviosamente por todas partes; me pinté las mejillas, la
barbilla y hasta la base de la nariz.
Me miré al espejo.
—Hola, señora Pruitt —dije—. ¡Está usted divina!
Corrí de vuelta al estudio, dejando los potingues de Allison
desperdigados por el cuarto de baño, y me senté delante del ordenador, listo
para interpretar la entrevista de Gloria. Ahora mis dedos no harían más que
transcribir.
Gloria hizo algunos comentarios más sobre la lotería, como,
por ejemplo: «Hoy en día es el problema número uno en materia de política
social.» Buscó que la tranquilizara, haciendo observaciones como: «¿Seguro que
citarás correctamente mis declaraciones, cariño?» Cuando mis preguntas se
volvían demasiado personales, me cortaba diciendo: «Prefiero no tocar ese
tema.» Y a menudo —tal vez porque, a pesar del colorete, el pintalabios y la
voz de pito, mi dominio del personaje era insuficiente—, se iba por las ramas y
empezaba a divagar. Aun así, media hora después, tenía varias páginas de notas
sobre nuestra conversación.
Para hacer creíbles las notas, sabía que tenía que incluir
el número de teléfono de Gloria. Todos los periodistas del Weekly ponen el
teléfono del entrevistado en el encabezado de sus notas. Yo lo sabía, y Robert
lo sabía; probablemente había sido por eso por lo que no había impedido que
saliera de la oficina. Aunque fuera cierto que había hablado con ella en una
conferencia, se suponía que debía tener anotado su número de teléfono. Si tenía
el número, todos nuestros problemas estaban resueltos; si no, sería la prueba
concluyente contra mí que ya entonces, según creo, Robert estaba buscando.
Empecé a marcar números al azar con el prefijo de
Harrisburg. Si conseguía encontrar uno fuera de servicio, podría usarlo. «Se
habrá mudado», le diría a Robert. Pero en cada número que marcaba respondía una
persona o un contestador automático. Nada. Aquello no iba a funcionar. Al
parecer, los mil millones de números de Harrisburg estaban en uso.
Después se me ocurrió abrir una cuenta de buzón de voz para
Gloria. En las Páginas Amarillas electrónicas encontré docenas de empresas
especializadas, pero sólo una prometía «activación instantánea» para todos los
prefijos del país. Llamé.
—Voice-O-Rama, donde recibirá el especialísimo trato
Voice-O-Rama. Lo atiende Holly.
—Hola, Holly. Necesito un buzón de voz con el prefijo 717 de
Harrisburg, Pennsylvania, y necesito activarlo ahora mismo.
—Un momento, por favor... Lamentablemente, en este momento
no tenemos nada disponible con ese prefijo. ¿Qué le parecería uno con el
prefijo 954 de las afueras de Fort Lauderdale? Ahora mismo los tenemos en
especialísima oferta especial.
—Necesito el 717. Se supone que vive en Harrisburg.
—¿Qué le parece entonces el 649? También lo tenemos en
especialísima oferta especial.
—¿Dónde está?
—En las islas Turks y Caicos.
—¿Dónde?
—Cerca de las Bahamas. Hasta 1962 formaron parte de la
colonia británica de Jamaica. Cuando Jamaica obtuvo la independencia, se
convirtieron en una colonia aparte.
—No, no, no. No me has entendido. Necesito un 717 de
Harrisburg, Pennsylvania. ¿Me lo puedes facilitar?
—Con prefijo 717, no. Lo siento mucho, señor.
—Pero esto no es el especialísimo trato de Voice-O-Rama,
¿verdad que no, Holly?
—Usted verá. Esto es lo que hay. ¿Desea alguna otra cosa?
—Qué horror.
—Bien, voy a desconectar la llamada...
—No, no. Me quedo con el número de Fort Lauderdale. Me lo
quedo. Y voy a hacerte otra pregunta: ¿es confidencial? No quiero que nadie
sepa que he abierto esta cuenta de buzón de voz.
—Si usted no lo dice, nadie lo sabrá. ¿Quiere una contraseña
secreta?
—Sí.
Holly me la dio, y me preguntó si quería contratar otras dos
cuentas de buzón de voz. Al parecer, era otra de las especialísimas ofertas
especiales de Voice-O-Rama: tres cuentas por diez dólares al mes.
—De acuerdo —dije.
Me asignó tres números: el número de Florida y dos en
Alabama. No tenía idea de cómo iba a explicarle a Robert los prefijos de
Alabama; ni siquiera hay lotería en ese estado.
También me proporcionó un número gratuito para grabar los
mensajes del contestador de cada buzón. No había pensado en eso. ¿Qué iba a
decir? ¿Cómo iba a hacerme pasar por tres personas diferentes?
Decidí grabar primero el mensaje de Gloria, puesto que era
el número que me había pedido Robert, y para entonces ya estaba hecho a
interpretarla. Escribí un breve mensaje y lo leí en voz alta al teléfono, con
la misma voz aguda que había usado antes. Un fracaso: sonaba como mi voz
fingiendo ser una vieja. Volví a grabarlo, intentando que se oyera el resuello,
pero esta vez parecía mi voz fingiendo ser una vie-ja acatarrada. Intenté
hablar a toda prisa, como el tipo de aquellos antiguos anuncios de FedEx, para
que no se distinguiera mi edad ni mi sexo. Nada: un yonqui en pleno subidón de
helio. Intenté hablar muy lentamente; hablé con un chicle en la boca; fingí ser
retrasado; fingí ser británico, pero todas las grabaciones sonaban como mi voz
haciéndome el gracioso.
Al final, tapé el teléfono con un calcetín y grabé el
siguiente mensaje, con la voz más grave que pude conjurar: «Aquí Fred. Gloria y
yo hemos salido. Deje un mensaje y lo llamaremos. Puede que tardemos un poco,
porque vamos a pasar casi todo el verano en la caravana.»
Me gustó ese último detalle, que me inventé sobre la marcha.
Pensé que así se explicaría que pasara tiempo sin que Gloria devolviera la
llamada de Robert. De las otras dos cuentas me ocupé más rápidamente. En una de
ellas no grabé nada: aire. En la otra, grabé la voz del software de América
Online, diciendo «¡Tienes un e-mail!». Supuse que no era una pista que pudiera
delatarme.
Luego me recosté en la silla y contemplé lo que había hecho.
Al menos era algo, y hasta era posible que fuera suficiente, me atreví a
esperar. Por primera vez sentí que podía tomarme un respiro: de momento, había
hecho cuanto podía para protegerme y tratar de que todo volviera a la
normalidad. Pero cuando efectivamente me tomé un respiro, tuve que hacer frente
a la creciente convicción de que no iba a ser así; esta vez iba a ser diferente
para mí, diferente y horrible.
Poco después, sonó el teléfono: era Robert.
—¿Has encontrado las notas? —me interpeló—. ¿Por qué no has
vuelto?
—Sí, las he encontrado.
Esperaba que se alegrara o que expresara cierto grado de
alivio, pero no hizo más que mascullar «hum» dos veces, o quizá tres.
—Tengo el teléfono —añadí.
—¿Estás seguro, Steve? ¿Cómo es que tú lo tienes y yo no he
podido conseguirlo? Vamos, dámelo.
Le facilité el número del buzón de voz que acababa de abrir.
—¿Has llamado?
—No.
—Bien. No llames, no quiero que llames a nadie hasta que no
haya llamado yo.
—Así me va a resultar difícil localizar a esa mujer, ¿no
crees?
No respondió. Ninguno de los dos dijimos nada durante unos
segundos.
—Tengo más, Robert. Tengo algo más para ti.
Le di los otros dos números de buzón de voz, que adjudiqué a
los otros dos ganadores de la lotería que mencionaba en el artículo. Mientras
hablaba, anoté en una ficha qué número correspondía a quién, para que no se me
olvidara.
—También tengo unas notas —añadí—. Pero no tengo fax en
casa. ¿Te parece bien que te las entregue mañana?
Robert no contestó, pero en cambio dijo que había hablado
con el director del Substance y que había quedado para volver a hablar con él a
las 10.30 del día siguiente.
—De acuerdo, Robert. Lo tendré todo listo para entonces.
Y sin el menor aviso previo, cortó la comunicación. No puede
decirse que me colgara el teléfono; más bien me apagó, como a un programa de
televisión que ya no pudiera soportar. Sólo cuando sonó el triple tono de la
compañía telefónica y oí la grabación que me indicaba que tenía el teléfono
descolgado, me di cuenta de que Robert había colgado.
Poco después, cogí el coche y me dirigí al Weekly, aparqué
en el garaje subterráneo y subí en ascensor al octavo piso. Allison iba a
volver pronto a casa, y no me apetecía enfrentarme a la pelea que sabía que iba
a producirse si todavía estaba allí cuando regresara al apartamento.
En la oficina iba a poder trabajar solo; era lo bastante
tarde para que todos los redactores se hubiesen marchado. Sólo quedaba el tipo
de la limpieza, conocido como el Pape-leras. Acababa de empezar la ronda
nocturna y estaba dentro, pasando la aspiradora. Me oyó girar la llave en la
puerta delantera del Weekly y abrió antes de que yo la retirara de la
cerradura.
—Sabía que eras tú.
—Gracias —respondí vagamente, y pasé por su lado en
dirección a mi despacho.
El Papeleras era un inmigrante paraguayo solitario, y como a
menudo yo era el último en marcharme de la oficina, muchas noches venía a mi
despacho y me hablaba de su mujer y de sus dos hijas. Seguían en Sudamérica, y
él hacía más de dos años que no iba a visitarlas. Me decía que las echaba mucho
de menos y que no tenía amigos en Washington.
Una noche que me había quedado hasta muy tarde, me ofrecí a
llevarlo a su casa; en algún momento había dicho que tenía un apartamento
alquilado cerca de la revista. Pero rechazó mi ofrecimiento. «Ésta es mi casa»,
me dijo.
Le pregunté otra vez, pensando que me habría entendido mal.
En general, el inglés del Papeleras era excelente, pero de vez en cuando no
entendía alguna palabra. «Ésta es mi casa, Esteban», repitió en español.
Me explicó que, cuando todos nos íbamos, recorría la oficina
fantaseando con que vivía allí. Me confió que le gustaba pensar que los
redactores éramos sus hijos e imaginar que habíamos salido de noche. «A veces
hago como si todos estuvierais en una gran fiesta, a la que yo no he podido
asistir porque tengo que trabajar hasta tarde —me contó—. Entonces pienso que volveréis
pronto y que yo estaré aquí, esperándoos.»
De vez en cuando, el Papeleras se quedaba en la oficina
hasta las dos o las tres de la madrugada, mucho después de que se marchara el
resto del personal de la limpieza. Su entusiasmo por el trabajo llegaba a ser
fastidioso para casi todos los redactores, porque cuando se quedaban hasta
tarde, entraba en sus despachos e intentaba darles conversación. Como no sabía
por dónde empezar, les preguntaba si tenían algo para tirar. «¿Papeleras?
¿Papeleras?», decía. De ahí le venía el apodo.
Cuando le pregunté por su apartamento, me dijo que casi
nunca estaba allí. Lo usaba para dormir, pero en cuanto se despertaba, salía.
En verano, pasaba la tarde en los parques de la ciudad. En invierno, prefería
los museos de Washington. Su favorito era el Museo del Aire y el Espacio, que
según decía había visitado más de cien veces en los dos últimos años. Cuando le
dije que no me creía que nadie pudiera ir con tanta frecuencia a un museo, se
subió a mi mesa y me recitó el discurso del alunizaje de Neil Armstrong, con el
plumero a modo de micrófono. Cuando llegó a aquello de «un gran salto para la
humanidad», saltó del módulo lunar.
Convencido, le pregunté por qué regresaba siempre al mismo
museo. «Porque tienen helado de astronauta», me dijo, y me contó que había
mandado un paquete con ese dulce a Paraguay por Navidad.
En febrero, yo había organizado una pequeña fiesta de
cumpleaños para el Papeleras. Vinieron Brian, Lindsey y Allison, y esperamos en
mi oficina a que pasara él en una de sus rondas. Cuando apareció, le teníamos
preparado un pastel con velitas. Brian nos hizo un par de fotos con una
Polaroid. En la que le mandó a su mujer, en el espacio en blanco que hay debajo
de la imagen, el Papeleras escribió: «Mi mejor amigo.»
—¿Te sorprende que supiera que eras tú? —me preguntó aquella
noche el Papeleras—. Cada uno tiene una forma particular de girar la llave. Tú,
Esteban, lo haces con mucha suavidad.
Le di las gracias y me volví por primera vez hacia él.
—¡Ah, ya veo que tenía razón! Vienes de una fiesta —comentó
al verme la cara—. ¿Vendrán también los demás?
—¿Cómo? —le pregunté, contrariado. Más gente equivalía a más
complicaciones, y yo no podía con nada más.
—Tienes las mejillas rosadas y los labios pintados. ¿Un
baile de disfraces?
¡Claro! Todavía llevaba el maquillaje de Gloria. Tenía que
quitármelo.
—No, no vendrá nadie más —le aseguré a él y a mí mismo. Y me
volví en dirección al lavabo.
—¿Esteban? —dijo. Su voz era amable.
—¿Sí? —respondí, casi sin detenerme; esta vez ni siquiera me
volví para mirarlo.
El Papeleras no contestó en seguida; estaba esperando a que
me volviera, pero no lo hice. Oí el ruido metálico de una papelera mientras la
levantaba de debajo de una mesa.
—¿Papelera, Esteban? ¿Esto es para tirar a la papelera?
—Sí —le respondí, aunque no tenía ni idea de lo que me
estaba mostrando—. Adelante. Tíralo, tíralo todo a la papelera.
Cuando volví del lavabo, después de frotarme el maquillaje
de la cara, vi que la luz del contestador de mi oficina estaba parpadeando.
Había tres mensajes. El primero era de Cliff. Decía que estaba en el
restaurante, que me había retrasado media hora y que me daba quince minutos
más. Eso había sido más de una hora antes; debía de haberse marchado hacía
rato. Seguramente estaría enfadado, pero no tenía tiempo de llamarlo y
explicarle lo que ocurría.
El segundo mensaje era de Brian: «Glass, llámame a casa.
Estoy preocupado por ti. Lindsey me ha dicho que Robert está en pie de guerra.
Imagino que lo estarás pasando fatal. Llámame si necesitas algo. Llama aunque
no necesites nada. Tú llama.»
Brian y yo habíamos crecido juntos en la revista. Habíamos
estudiado juntos la carrera y habíamos trabajado juntos en el periódico de la
universidad, el Cornell Daily Sun. Nos habían contratado al mismo tiempo,
habíamos empezado a trabajar el mismo día y teníamos pensado quedarnos para
siempre en el Weekly, o por lo menos hasta que fuéramos unos vejetes arrugados
y encogidos, incapaces de teclear una palabra. Después, decíamos, simplemente
seríamos ávidos lectores del Weekly y por fin encajaríamos en las estadísticas
de edad de la revista. Además, tendríamos la edad perfecta para iniciar una
productiva carrera como autores de Cartas al Director. Era nuestro sueño.
Habíamos hablado de ello muchas veces mientras tomábamos una copa; incluso
nuestras respectivas novias lo habían comentado.
El tercer mensaje era de Robert. Decía que le había dejado
un mensaje a Gloria en el contestador, que ella todavía no lo había llamado y
que no entendía por qué. Su llamada era muy importante. «¿Es que no se da
cuenta?», se preguntaba Robert.
Pasé por alto el mensaje, saqué el artículo de la lotería y
volví a leerlo. Esta vez subrayé todo lo que requería pruebas. Para completar
la documentación, iba a necesitar la información de contacto de varios
entrevistados más y demostrar la existencia del boletín de ganadores de lotería
que citaba en el artículo. Eso era mucho más de lo que podía hacer en una
noche, pero tenía la esperanza de que cierta cantidad de pruebas fuera suficiente
para que Robert me creyera.
Lo primero era Stanley Romaine, el abogado que mencionaba en
el artículo, el mismo al que yo atribuía la organización de la conferencia.
Abrí una cuenta nueva de correo electrónico, AbogadoStan@aol.com, y entré en la
sección de America Online que permite crear páginas personales. Monté la más
simple que pude. En su gran mayoría estaba compuesta de texto, pero sabía que
iba a necesitar por lo menos una foto, para hacerla más creíble. Tecleé en un
buscador «fotos de hombres profesionales liberales», y en seguida apareció una
web porno para gays, con imágenes de hombres en traje gris. Copié la foto de
«Madurito Max» y la pegué en la página personal del abogado Stan. Con un
libraco en una mano y gafas de montura metálica, Madurito Max tenía toda la
pinta de ser el señor Romaine. Además, en el supuesto de que Robert conociera
al tipo y hubiese visto sus películas, no se atrevería a mencionarlo en
público.
Una última cosa: el abogado Stan necesitaba un número de
teléfono. No podía asignarle una dirección —Robert querría presentarse en su
oficina, o llamaría al Registro de la Propiedad, o quién sabe qué—, pero como
mínimo debía tener un teléfono, y las oficinas de Voice-O-Rama no estaban
abiertas por la noche.
Llamé a Nathan, mi hermano, que estudiaba en Dartmouth.
—Hola, Steve.
—Nat, te adoro, pero no tengo tiempo de hablar.
—Hum, vale.
—Tienes que ayudarme.
—Vale —repitió—. ¿Qué quieres que haga?
—Tienes que cambiar el mensaje del buzón de voz de tu móvil.
Necesito que diga lo siguiente: «Bien venido a la consultoría jurídica de
Stanley Romaine. En este momento no podemos atenderlo. Deje, por favor, su
nombre y su teléfono de contacto, y nosotros lo llamaremos lo antes posible.»
¿Te lo repito? ¡No, espera! Mejor di «Stanley Romaine y asociados», suena más
serio.
—Ajá —dijo asombrado—. Pero ¿puedo preguntarte algo?
—Sí. Perdona que vaya con tanta prisa, no te he dado las
gracias.
—No pasa nada. Lo que quería preguntarte es si ese tal
Stanley Romaine es el abogado de tu artículo de la otra semana.
—Sí, el mismo.
—Lo leí. Me gustó mucho.
—Gracias.
Se hizo una pausa. De pronto sentí una tristeza agobiante,
arrasadora. Mi hermano me admiraba; leía todos mis artículos. Estaba orgulloso
de mí. Creía de verdad que yo era un buen periodista. Y ahora él, al igual que
Robert, empezaría a cambiar lentamente de opinión.
—Entonces —dijo Nathan, cuando resultó obvio que no iba a
aclararle nada—, ¿puedo preguntarte por qué haces esto?
—No consigo encontrar al tipo, y necesito que aparezca,
porque Robert va a por mí. Tú no tienes que hacer nada; simplemente, cambia el
mensaje del buzón de voz y no contestes al teléfono durante un tiempo. Ahora
mismo no puedo hablar más.
Tragué saliva. Nunca le había mentido a mi hermano, por lo
menos no de esa manera. Tampoco le había pedido nunca que hiciera algo así,
pero estaba desesperado; no tenía nadie más a quien recurrir, y no podía
permitirme no pedírselo: no podía dejar que el mundo se derrumbara a mi
alrededor.
Aunque todo aquello debió de sonarle extremadamente
sospechoso, la lealtad era lo primero entre Nathan y yo. Ambos sabíamos que no
iba a preguntarme nada más.
—¿Lo harás, entonces? —pregunté.
No tuvo que pensarlo ni un segundo.
—Claro que sí.
—Gracias, Nat. Te quiero.
—Y yo a ti.
Por la forma en que lo dijo, supe que probablemente lo había
comprendido todo. Después colgamos.
La noche siguió. Redacté un boletín falso llamado Novedades
de la lotería, que según mi artículo había publicado un editorial crítico
contra los ganadores rebeldes. Uno de los textos que escribí para el Novedades
presentaba a un ganador que elegía los números dejándose guiar por sus peces de
colores. Preparé otro artículo, «Las recetas de la suerte de Wendy Windfall»,
para que pareciera una sección permanente. Copié las recetas de Internet, pero
cambiando un poco las cantidades, con más azúcar por todas partes.
Escribí páginas y páginas de notas. Inventé notas sobre
ganadores de la lotería, perdedores de la lotería y mártires de la lotería:
activistas de la lotería de todas las orientaciones posibles. Compuse notas
falsas sobre casi todos los que aparecían en el artículo y sobre un par de
personas que no figuraban, para poder decirle a Robert: «¿Ves?, ¡si hasta había
más gente! ¡Gente que ni siquiera mencioné!»
De vez en cuando, llamaba a Allison, pero ella no contestaba
al teléfono. Después llamé a Lindsey. Quería hablar con Brian, pero estaba
demasiado avergonzado para hacerlo. Pensé que Lindsey sería más comprensiva.
—Perdona por llamarte tan tarde, Lin.
—No pasa nada. Robert me ha llamado. ¿Qué tal estás?
Debería haberlo supuesto. Para cualquier decisión que
hubiera que tomar en la revista, ya se tratara de un titular o de elegir el
restaurante para el almuerzo, Robert sentía la necesidad de recabar apoyo de
los demás.
—Estoy bastante cabreado. Me parece que voy a marcharme
—declaré—. Robert es el jefe; debería defender a su equipo. Es como si, en
lugar de ser mi defensor, fuera mi atacante. No puedo trabajar para alguien que
no me respalda.
Ella escuchó con atención, me dedicó unas palabras de apoyo
y yo me calmé un poco. Después volvió a contar la historia de la vez que Robert
se encerró accidentalmente en el cuarto de suministros, e incapaz de admitir
que había sido torpeza suya, exigió en una reunión del personal que el que hubiera
«cometido esa vileza» lo reconociera «como un hombre de honor». En la reunión,
intentando quitarle hierro al asunto, Lindsey había empeorado las cosas: «¿Y
qué pasa si la culpable es una mujer, Robert? —había dicho—. ¿También tendrá
que comportarse como un hombre de honor?»
—¿Te ha pedido ya que reconozcas tu vileza? —me preguntó
Lindsey—. ¿Eres un hombre de honor?
Me hizo reír. Yo buscaba un aliado en la revista, sólo uno.
—Lin, ¿por qué nunca hemos salido juntos, tú y yo? —arriesgué.
Pero ella no iba por ahí.
—Hasta mañana, Steve.
—Hasta mañana.
Y durante un precioso minuto, después de colgar el teléfono,
pensé realmente que todo se iba a arreglar.
Robert me encontró a las 8.30 del día siguiente, desplomado
sobre mi mesa, durmiendo. Se aclaró ruidosamente la garganta para que lo oyera.
—¿En qué programa vas a salir? —le pregunté, mientras me
frotaba los ojos para quitarme el sueño y un áspero resto de rímel. Iba de
traje, y cuando alguien en el Weekly llevaba traje es que iba a aparecer en un
programa de televisión.
No me contestó.
—Steve, he estado casi toda la noche despierto, trabajando
en esto —fue todo lo que dijo.
—Yo también. Anoche no volví a casa.
—Steve, es diferente. Me estás poniendo furioso. No eres
organizado. Tardas una eternidad en conseguirme las cosas. Obligarme a estar
aquí es impedirme ver a mi hija, que ha venido de la universidad y está pasando
la semana en casa. ¿Cómo puedes hacerme esto? ¿Cómo puedes hacerle esto a mi
hija?
Gesticulaba moviendo las manos con cierta violencia.
—Lo siento, Robert. Estoy en ello. He pasado aquí toda la
noche.
Hice un pausa.
—Robert, me duele que no me estés defendiendo. Soy tu
redactor. Ted lo habría hecho. Él habría defendido a cualquiera de sus
redactores. Y tú lo sabes.
Ted Davidson había sido el jefe de redacción anterior a
Robert. En torno a su imagen se había creado una especie de culto a la
personalidad, y su apodo secreto era el Coautor, o simplemente Co. Cuando
corregía un artículo, Ted siempre añadía texto —a veces miles de palabras—, y
al añadir, apuntalaba y mejoraba espectacularmente la prosa menos brillante de
sus redactores. Aun así, nunca se atribuía el mérito de lo que había hecho, y
se refería a ello simplemente como «unos ajustes», «un par de añadidos» o «unos
arreglitos». Por desgracia para nosotros, el talento de Ted no tardó en atraer
a los buitres: otras publicaciones lo querían y el Weekly no podía pagar lo
suficiente para conservarlo. Se fue a Los Ángeles y, según pudimos saber, se
casó con una esplendorosa escritora de narraciones breves. (Poco después de la
boda, a nadie le sorprendió que ella transformara uno de sus cuentos en una
exitosa novela de seiscientas páginas.)
Ted era conocido no sólo por lo prolífico de su pluma al
servicio de otros, sino también por su lealtad. Alababa las virtudes de los
suyos a cualquiera que estuviera dispuesto a prestarle oídos y, gracias a su
benevolente elocuencia, bajo su dirección, la circulación del Weekly aumentó
por primera vez en más de una década. También gracias a él, muchos de los que
estábamos en la redacción del Weekly triunfamos a pesar de nuestra juventud.
Ted creía en nosotros.
Después de la adoración que Ted había recibido de todos
nosotros, no es de extrañar que Robert estuviera siempre a la defensiva. Jamás
iba a poder compararse con él, no importaba lo que hiciera. Era como Johnson
después de Kennedy. Se había vuelto quisquilloso y controlador. Tal vez otra
persona hubiese reaccionado de otra manera, pero no había nada que hacer:
Robert estaba condenado desde el principio, y no había sido justo para él. El
recuerdo de Ted era un rival todavía más temible que Ted en persona. A decir
verdad, Robert tenía muchas virtudes (era un excepcional redactor de política
nacional, sobre todo en temas como la reforma de la sanidad y la economía; era
un fantástico corrector y un excelente mentor de jóvenes reporteros, y además
era un buen director que nunca mostraba favoritismos entre los redactores); sin
embargo, como no eran las virtudes de Ted, nos costaba apreciarlo tanto como habíamos
apreciado a Ted.
Pero tenía que dejar de pensar en Ted, porque ahora no iba a
salvarme. Ted se había ido. Probablemente estaría sentado junto a su brillante
mujer, al lado de una enorme piscina en forma de riñón, en una gruta
artísticamente decorada, en algún lugar donde hacía un tiempo perfecto.
Robert se sentó en el sofá que estaba frente a mi mesa.
—Stephen, estoy tratando de defenderte, pero tú me lo estás
poniendo muy difícil. Mira, Gloria no ha devuelto mi llamada de anoche. He
investigado el resto de los nombres de tu artículo y no he podido encontrar
ninguno en ningún directorio de Internet, y se supone que son gente de
negocios, gente a la que le ha tocado la lotería, abogados... ¿Cómo es posible?
Son gente del dominio público. Y otra cosa, ¿sabes qué hay que hacer para tener
un buzón de voz?
—¿Por qué lo preguntas?
—Los tres números que me diste van a un buzón de voz, y no
sólo eso, sino que van al mismo tipo de buzón de voz. Si pulsas la tecla de la
almohadilla, sale la misma voz grabada y dice lo mismo. Por eso te pregunto:
¿sabes qué hay que hacer para tener un buzón de voz?
La forma en que Robert levantaba el tono al final de cada
pregunta traicionaba lo muy encolerizado que estaba. Me estaba acorralando.
Sospechaba y comenzaba a intuir que estaba en lo cierto. Yo lo veía ponerse
cada vez más furioso y me daba miedo.
Le respondí cautelosamente:
—Muchos usan el buzón de voz que les dan en el trabajo, ¿no?
O el que les asigna la compañía telefónica.
—¿Hay alguna otra forma, Steve? Piensa un poco.
Aunque en ese momento hice una pausa, fue solamente para
respirar. No pensé en lo que iba a decir. Simplemente hablé:
—Bueno, he visto en la guía telefónica que puedes abrir una
cuenta de buzón de voz pagando una mensualidad. Hay toneladas de anuncios de
servicios de buzón de voz en las Páginas Amarillas.
—Ya lo sé, Steve. Yo también he mirado en la guía —repuso
Robert, como diciendo: «Te he pillado.»
A menudo me he preguntado por qué revelé tan fácilmente ese
retazo de verdad, después de lo mucho que había trabajado para ocultarlo todo.
Mi confesión era condenatoria al más absurdo estilo de Perry Mason: «¡Ajá!
Miembros del jurado, yo pregunto: ¿cómo podía saber Stephen que esos servicios
de buzón de voz se anunciaban en la guía de teléfonos si nunca los había
utilizado? ¿Coincidencia? ¡Yo no diría tanto!»
En los meses que siguieron, Robert solía señalar ese momento
con orgullo detectivesco. Decía que me había enredado con su astucia y que
prácticamente me había sacado una confesión en cuanto bajé la guardia. Pero
estoy casi seguro de que Robert no tuvo nada que ver con mi desliz. Las
palabras me salieron de dentro. Fue una momentánea manifestación de la guerra
que se estaba librando en mi subconsciente, y el primer indicio del lado que
iba a ganar.
—¿Hay alguna otra cosa que quieras decirme? —me presionó
Robert—. ¿Algo importante, antes de que lleguemos más lejos?
—No.
—¿Nada que tengas entre pecho y espalda?
—No, en realidad, no.
—¿Estás seguro? —insistió Robert—. ¿No hay nada que
prefieras contarme ahora? Porque al final voy a averiguarlo todo; de eso puedes
estar seguro.
Lo dijo de la manera en que a veces los periodistas
presionan a los entrevistados o los policías a los sospechosos: insinuándoles
que hablar les dará mejor control de la situación que quedarse callados.
Se hizo un largo silencio.
—Bueno, hay una cosa —respondí en voz baja, mientras él
aguardaba, expectante—. Me gustaría enseñarte algunas de las notas que tomé en
las entrevistas. Creo que podrían resultar útiles.
Le entregué el montón de páginas que había redactado la
noche anterior.
—Oh —exclamó él.
Me miró. Parecía sorprendido por las dimensiones del montón.
Me di cuenta de que no sabía qué pensar. Un momento antes había dado casi por
terminada nuestra conversación, creyendo que sólo faltaba mi confesión entre
lágrimas, pidiendo clemencia. Pero por un momento Robert, el prestigioso
director del Weekly, que se había abierto camino a lo largo de más de veinte
años hasta su puesto en el pi-náculo de los medios periodísticos de Washington,
pensó que tal vez tuviera que pedirme perdón a mí, un redactor de veinticinco
años.
Robert hizo correr con el pulgar el fajo de pruebas. Había
muchas y estaban espléndidamente organizadas. No se paró a leer las notas, era
más bien como si las sopesara.
—De acuerdo, echaré un vistazo a tus notas, Steve, pero
respóndeme a esto: ¿cómo es que no he podido encontrar a nadie en la red? ¿No
te parece raro?
—No lo sé. Yo sólo encontré a uno: el abogado de Gloria.
—¿Dónde? Dame la dirección ahora mismo. Y no me vengas con
que tienes que ir corriendo a casa.
—Hum. De acuerdo —dije, mientras buscaba entre mis papeles—.
Aquí está. Éste es el enlace.
—Ponlo ahora mismo en pantalla.
Tecleé la dirección de Internet, y apareció la foto de
Madurito Max, en su famoso papel del abogado Stan. Nunca hasta entonces, y
nunca más desde aquel momento, me pareció tan guapo un galán del cine porno.
Robert se sentó, asombrado. Recorrió dos veces la página y
salió de mi oficina sin decir palabra. Pero su silencio fue breve. Nada más
llegar a su despacho, me llamó por la línea interna:
—No te vayas a ninguna parte, Steve. Necesito pensar.
—Aquí estaré. No tengo adónde ir, excepto quizá al lavabo.
Ahí sí que puedo ir, ¿no?
—No te hagas el gracioso. Todavía no hemos salido de ésta.
—No era mi intención hacerme el gracioso, Robert. Estoy
cansado. Perdona.
Robert no me dijo nada más, pero antes de desconectar la
llamada, oí que le gritaba a Ian:
—Te dije que te quedaras aquí. Te dije que no salieras de mi
despacho...
Cerré la puerta de mi oficina, apagué las luces, y me tumbé
en el sofá. Necesitaba urgentemente dormir un poco; empezaba a marearme. Justo
cuando empezaba a quedarme dormido, sonó el móvil. Dejé que saltara el buzón de
voz, pero en seguida volvió a sonar. En mi familia, llamar dos veces seguidas
es señal de que se trata de algo muy importante. No solemos hacerlo a la
ligera, por lo que cogí la llamada.
—¿Diga?
—¿Steve?
—Hola, Nat. Perdona que no lo haya cogido la primera vez. Ha
sido un día horroroso.
—Robert acaba de llamar a mi móvil. Ha dejado un mensaje, un
mensaje muy largo diciendo que es urgente que lo llame... bueno, yo no, el
abogado, el señor Romaine, y que siente molestarme... bueno, no a mí, sino a
él, o a quien sea, pero que tengo que llamarlo lo antes posible.
—Vale, no lo llames.
—¿Estás seguro, Steve? Un momento... Tengo una llamada en
espera... No cuelgues... En la pantalla me sale que es él. ¿Qué hago?
—No lo cojas. Deja que salte otra vez el buzón de voz.
—¿Va a pasarse el día entero llamando?
—Puede que sí.
—Si te digo la verdad, no quiero tener el teléfono sonando
todo el día. ¿Cuánto va a durar esto?
—Todavía no lo sé. ¿No puedes desconectar el timbre?
—No, porque hay llamadas que me interesa coger.
—Nat, he estado pensando en comprarte un teléfono nuevo.
—¿Qué?
—Puede que tenga que usar ese número durante un tiempo.
—Steve, tengo una llamada en espera otra vez. Y es Robert
otra vez. Insistente, ¿no?
—Pensándolo bien, tal vez deberías devolverle la llamada. Lo
único que quiere es comprobar que el señor Romaine existe. ¿Puedes decirle que
eres él y confirmar que te entrevisté la otra semana?
—Pero ¿y si me hace preguntas?
—Tendrás que improvisar.
—Pero eso es peligroso. Puedo fastidiar todo el invento.
—Nat, se supone que eres abogado. ¿Por qué no le dices
simplemente que tu cliente no quiere que hables con la prensa? Intentará
enredarte para hablar más tiempo, pero tú no lo dejes. Dile que tienes que
marcharte. Si hace falta, le cuelgas. ¿Te atreves a hacerlo?
—No te lo vas a creer: ha vuelto a llamar.
—Bien, pongamos el plan en acción. ¿Estás tranquilo?
—Hum...
—Vale, lo ensayaremos un par de veces. Imagina que soy
Robert.
Al final, lo ensayamos tres veces. Le hice todo tipo de
preguntas. A la segunda, Nat ya estaba metido en su papel. A la tercera, lo
hizo con tanto aplomo que Robert se iba a arrepentir de haber llamado a Stanley
Romaine y Asociados: «¡Y deje de acosar a la gente con tantas llamadas! ¡Así no
hace más que demostrar su falta de educación!», había rugido Nathan poco antes
de colgar el teléfono, la tercera vez que ensayamos.
Pero después me confesó que estaba nervioso:
—Me siento como si fuera a pilotar un avión a ciegas.
—Tú puedes, Nat. Yo sé que puedes.
—Es muy importante para ti, ¿verdad?
—Así es. Lo necesito como nunca he necesitado ninguna otra
cosa en la vida. Detesto tener que pedírtelo, pero te necesito.
Hubo una pausa.
—De acuerdo, Steve, lo haré. Te llamaré cuando ya haya
hablado con él... Espero que para entonces todavía conserves tu empleo.
Ocho minutos y cuarenta y dos segundos después, Na-than
llamó.
—¿Cómo ha ido? ¿Ha funcionado?
—No lo sé. Creo que sospecha algo. Me ha preguntado si había
hablado contigo, y esa parte fue bien. También me ha preguntado por personas
concretas del artículo, una tal Gloria, creo. Le he dicho que no hablo de mis
clientes. Ha seguido haciéndome más y más preguntas, y yo he seguido repitiendo
«No hablo de mis clientes».
—¿Y entonces?
—Como no parecía que fuera a parar nunca, y como yo no podía
hacer otra cosa aparte de repetirle «No hablo de mis clientes», le he soltado
un grito y he cortado la comunicación.
—Perfecto.
—Pero ahí no termina la cosa. Ha vuelto a llamar y me ha
dejado otro mensaje en el buzón de voz. Dice que lamenta haberme presionado y
que lo disculpe. Es curioso, pero parece sincero. Dice que necesita averiguar
algo muy importante y que lamenta que a mis clientes no les guste, pero me
ruega que les explique que para él es importante, muy importante, que contesten
a sus preguntas.
—¿Daba la impresión de haberse creído que eras Romaine?
—Sí, más bien.
—Nat, no pareces muy satisfecho. ¿Hay algún problema? ¿Me
estás ocultando algo?
—Nada, no te preocupes.
Cuando Nat y yo terminamos de hablar, me tumbé otra vez en
el sofá y cerré los ojos. Me sentía fatal por lo que le había obligado a hacer
a mi hermano, y quería dormir para evadirme de eso y de todo. Pero no lo
conseguía, ni tampoco permanecer despierto. Continué en ese estado, hasta que
Robert volvió a llamarme por la línea interna. Me pidió que fuera a su
despacho, para la conferencia telefónica con el Substance.
Encontré a Robert solo en su oficina. Un olor a hombre de
pelo en pecho dispuesto a dar la talla flotaba en el ambiente. A Bullwinkle lo
había echado o, más probablemente, se había escapado.
—Steve, en cuanto terminemos con esta llamada (y ya nos
aseguraremos de que sea rápida), tú y yo iremos a donde sea que se celebró esa
conferencia y allí preguntaremos a la gente al respecto —me instruyó Robert—.
Alguien podrá darnos algún tipo de información. Y no digas que no, porque de
todos modos vamos a ir, ¿entendido?
Asentí.
—Bien. Vamos allá.
La llamada fue breve. Les facilité al reportero y al
director del Substance las mismas pruebas que le había presentado a Robert,
incluida la información sobre la web del abo-gado Stan. Parecieron sorprendidos.
Me hicieron algunas preguntas más sobre el artículo y yo intenté contestarlas
lo mejor que pude. Mi tono fue servicial, pero incomodado.
En un momento dado, una pregunta me preocupó, y pedí ayuda:
—Robert, ¿te importaría cerrar el micrófono del teléfono
para que pueda hablar contigo un momento? Quiero preguntarte algo.
—No, Steve. Respóndeles. Yo también quiero saber la
respuesta.
Entonces supe que las cosas habían cambiado para siempre en
lo que a mí concernía. Con esa sola observación, Robert había manifestado al
Substance que no estaba de mi parte; a él también le preocupaba mi artículo, y
él también quería respuestas. Fue su manera de decirles: «Si vais a airear los
trapos sucios de Steve, hacedlo, pero debéis saber que yo no tengo nada que ver
con él y que tampoco creo lo que dice.»
Elucubré una respuesta para aquella pregunta, y para las dos
o tres que siguieron. Después, Robert dijo que tenía trabajo que hacer y dio
por terminada la conversación.
—Ya es hora de irnos —dijo, poniéndose la americana.
—Voy a buscar las llaves del coche —respondí—. Están en mi
mesa. Vuelvo dentro de un minuto.
Había pensado que las notas, la página web y la conversación
de Nat con Robert serían suficientes, pero no habían hecho más que empeorar las
cosas; ahora Robert y yo íbamos de camino a Virginia. ¿Cuánto tiempo más podría
continuar con aquella farsa?
Me asustaba seguir adelante, pero más me asustaba dar marcha
atrás. La esperanza de que la vida volviera a ser como antes, como cualquier
día antes de aquel día, persistía, aunque cada vez resultaba más irracional.
Por más que se acumulaban las pruebas en su contra, mi esperanza no moría. Me
pregunté qué haría falta para matarla.
De camino a mi oficina, me di de bruces con Lindsey.
—Lo he estado pensando toda la noche —me dijo, tocándome el
hombro—. Es horrible lo que te está haciendo. Tienes toda la razón, creo que
deberías irte en cuanto esto haya terminado. Probablemente deberíamos hacer
algo todos, protestar. Cualquiera de nosotros podría ser el acusado.
—Gracias, Lin, pero ahora tengo que salir.
—No, espera. Robert ni siquiera debería dignarse responder a
sus preguntas. Debería mandarlos a la porra y decirles que escriban lo que les
apetezca. Ahí tienen la sección de Cartas al Director para lo que quieran
decir. A menudo publicamos artículos que reconocen errores en nuestros
reportajes. Para eso están las Cartas al Director. Pero no debería dejarlos
pasar de ahí.
Lindsey me miró con ojos afligidos. Yo no dije nada.
—¿Quieres que hable con él? Quizá sirva de algo —se ofreció.
Debería haberle dicho que no, pero no dije nada. Ansiaba la defensa apasionada,
aunque equivocada, de Lin.
Empezó a hablar de nuevo, pero le pedí disculpas y me fui a
buscar las llaves. Después supe que consideraba que yo la había traicionado: a
ella, mi último aliado. Y tenía razón. Como un hombre a punto de ahogarse, me
agarré a los que tenía cerca, a Lin y a mi hermano, sin pararme a pensar que
podría haberlos hundido conmigo.
Muy a mi pesar, volví al despacho de Robert. Con un suspiro,
se puso en pie y me acompañó por el pasillo hasta el ascensor, donde los dos
nos sumimos en nuestras propias preocupaciones, cada uno por su lado.
Yo fui el primero en salir del ascensor, y Robert me siguió
hasta mi Saturn blanco. Como había llegado la noche anterior, antes que todos
los demás, tenía el coche aparcado junto al ascensor.
—Buena plaza —comentó Robert, como si yo hubiese hecho algo
reprobable para conseguirla.
Fui hasta el lado del pasajero, abrí la puerta, esperé a que
Robert estuviera perfectamente sentado, le aconsejé que tuviera cuidado de no
pillarse la mano y cerré. Recorrí lentamente el camino alrededor del capó del
coche hasta el asiento del conductor, estudiando a Robert a través del
parabrisas. «Venga, Robert, estírate y abre mi puerta —me decía para mis
adentros—. Tira del botoncito. Venga, hazlo.» Pero los brazos de Robert
permanecieron fijos, cruzados sobre su pecho, con los dedos metidos bajo las
axilas.
Entré en el coche, arranqué y puse la marcha atrás, haciendo
uso del intermitente, aunque no había nadie para verlo. Subí lentamente la
rampa y esperé a que la puerta automática se abriera del todo, en lugar del
habitual sitio-suficiente-para-que-pase-el-coche. Y salí a New Hampshire
Avenue.
—Venga, Steve, que esto no es el examen para el carnet.
Tenemos prisa.
—Soy un conductor seguro, soy un conductor muy seguro. No
voy a cambiar mi forma de conducir ahora.
—No te estoy pidiendo que cambies, sino que... bah, da
igual. ¿Adónde vamos? —preguntó Robert.
—Al lugar donde se celebró la conferencia —respondí.
—¿Y dónde es eso?
—Jeffersonville.
—Eso ya lo habías dicho, Steve. Pero ¿en qué parte de
Jeffersonville? El lugar exacto.
—No conozco muy bien los alrededores de Virginia, pero sé
ir. Es en una carretera importante. Ya te lo enseñaré.
—Naturalmente que me lo enseñarás. Vas a hacerme de guía y
vas a mostrarme cómo sucedió todo.
Había empezado a llover y el único ruido que se oía en el
interior del coche era el que hacían los limpiaparabrisas. Blub-blub. Cada dos
segundos, barrían otra oleada de agua hacia los bordes del cristal. Blub-blub.
Como un metrónomo, parcelaban el tiempo. Blub-blub. No pude evitar pensar que
eran una cuenta atrás.
Seguí adelante y en seguida pasamos frente a la Casa Blanca.
Pensé en el presidente Clinton, allí dentro; él estaba metido en un lío peor
que el mío.
—Vas demasiado lento, Stephen.
Había bajado de veinticinco kilómetros por hora. Tenía
previsto usar ese tiempo para pensar y preparar lo que iba a decir cuando
llegásemos al lugar de la conferencia, pero no conseguía inventarme ninguna
historia. Decidí dirigirme al único lugar de Jeffersonville que era capaz de
encontrar con el coche: un pequeño complejo llamado Olde Jeffersonville Square.
El Olde Jeff era una apuesta arriesgada, porque sólo había estado allí una vez,
años atrás, y no recordaba muy bien cómo era. Pero sabía que mis probabilidades
de convencer a Robert dependían mucho menos de la localización que de mi
habilidad para contar historias.
Atravesamos el puente de la calle Catorce y pasamos junto al
Aeropuerto Nacional. El tráfico era bastante intenso y, con la lluvia, nos
movíamos a paso de funeral.
—No debe de haber peor camino que éste para ir a
Jeffersonville, Steve. Ve por el Parkway; será más rápido.
—Lo siento. Es el único camino que conozco. No sabría cómo
llegar si fuésemos por otra carretera.
Veinte minutos después, llegamos. Al acercarnos, vi que el
Olde Jeff constaba de cuatro edificios de oficinas y un hotel. En el centro
había una plaza de hormigón, dominada por un gran monumento a los caídos en la
guerra de Secesión. Había varias personas que habían salido a fumar bajo las
marquesinas e intentaban no mojarse. Por lo demás, el área tenía todo el
aspecto de haber sido evacuada. ¿Eso era una buena o una mala señal? No sabía
qué pensar. Allí no habría nadie para ayudarme, pero tampoco para
contradecirme, y quizá eso fuera lo mejor que me podía pasar.
Detuve el coche en el primer edificio de oficinas.
—Aquí es —anuncié.
—¿Aquí?
—Bueno, ésta es básicamente el área —dije con voz débil.
—No quiero ver «básicamente el área», Steve, sino el sitio,
el lugar exacto donde pasó todo. Así que aparca el coche y muéstramelo.
Apagué el motor. Había estacionado en la entrada de
vehículos del edificio de oficinas.
—No puedes aparcar aquí; hazlo en un sitio legal. No quiero
oírte decir, mientras estamos ahí dentro, que tienes que volver al coche porque
te van a poner una multa.
—Está lloviendo a cántaros.
—No te vas a deshacer. Aparca bien.
Volví a arrancar y empecé a rodear el bloque de oficinas, en
busca de un estacionamiento.
—¿Dónde aparcaste cuando viniste a la conferencia? Dejaremos
el coche en el mismo sitio.
—Vine en metro.
—¿Ah, sí? No creo que haya ninguna estación por aquí cerca.
Empezó a escribir otra vez en su agenda.
—O quizá me trajo Allison.
Un poco más adelante, vi una señal de un parking abierto al
público. Entré.
—¿Sabes, Robert? Esto me resulta muy familiar —comenté
mientras sacaba un ticket de la máquina—. Ahora que estamos aquí, creo recordar
que dejé el coche en este parking. Eso es. No me trajo Allison, ahora que lo
pienso.
Robert no dijo nada. Me sentí mal por dentro.
Salimos del coche y nos dirigimos andando al hotel, que
estaba en el edificio central del complejo. Yo no tenía paraguas, y Robert, de
menor estatura que yo, llevaba el suyo demasiado bajo para que pudiésemos
compartirlo.
—Quiero que vayas siempre un paso por delante de mí —me
indicó—. Tú me estás guiando a mí, y no al revés.
Asentí.
El Democratic Hotel era un desabrido montón de cristal y
metal cromado, de quince pisos de altura. Banderas de diferentes países,
docenas de banderas con placas que identificaban su nacionalidad, adornaban el
sendero de la entrada. Un botones nos abrió la puerta, y Robert volvió a
desenfundar la agenda.
—Sí, aquí fue donde empezamos —le dije a Robert, cuando
estuvimos en el vestíbulo.
—¿Estás seguro?
—Recuerdo las banderas. ¿Ves esa de ahí? Es la bandera de
las islas Turks y Caicos —expliqué, señalando una bandera azul, la tercera
empezando por la derecha—. Me lo dijo Romaine, el abogado. Las islas formaron
parte de la colonia británica de Jamaica hasta 1962. Cuando Jamaica obtuvo la
independencia, pasaron a ser una colonia aparte. Fue cuando consiguieron esa
bandera. La familia de Romaine desciende de los primeros colonos, por eso él
sabe mucho de esas cosas.
A decir verdad, de pequeño me había aprendido de memoria la
sección de banderas de la Enciclopedia Británi-ca que la abuela nos había
regalado a mi hermano y a mí, porque eran las únicas ilustraciones en color. La
lección de historia se la debía a Holly, de Voice-O-Rama.
—Dime, Steve, ¿dónde estabais sentados cuando tuvisteis esa
fascinante conversación?
Fui hasta el centro del vestíbulo, cerca del ascensor de
paredes de cristal, giré 180 grados y señalé hacia un par de deteriorados sofás:
—Estábamos ahí. Sí, justo ahí.
—Vale. ¿Recuerdas si alguna de esas personas que hay detrás
del mostrador de recepción también estaba aquí la última vez?
—No lo recuerdo.
—¿O quizá el botones que nos abrió la puerta? ¿Estaba aquí
la otra vez?
—No lo recuerdo.
—Recuerdas un montón de cosas sobre las banderas, pero nada
sobre la gente —replicó Robert, subiendo el tono—. Las banderas no pueden
hablar, Steve.
—Robert, recuerdo lo de las banderas porque pensé que podían
ser interesantes para añadir una nota de color a mi artículo. El botones, el
conserje y todos los demás me importaban una mierda.
Yo también había levantado la voz, y el botones y el
conserje, que habían oído la mención a sus respectivos cargos, nos miraban
sorprendidos.
—Lo siento —me disculpé suavemente en su dirección—. No me
refería a ustedes.
—De acuerdo. ¿Qué pasó entonces?
Conduje a Robert en una visita guiada por el vestíbulo del
hotel. Contó nuestros pasos y anotó las cifras. Tomó notas de todo. Le expliqué
que el señor Romaine y yo habíamos estado cierto tiempo sentados en el sofá,
hablando. Le pedí que se sentara conmigo, para que pudiera tener «la sensación
de cómo fue». La escenificación completa me ayudaba a improvisar con más
fluidez.
—Cuando llevábamos unos quince minutos hablando, Gloria
salió de ese ascensor. —Entonces advertí que había una zona de fumadores del
otro lado del ascensor—. Como quería un cigarrillo, tuvimos que levantarnos y
venir hasta aquí, hasta este otro grupo de sofás, para que pudiera fumar
—expliqué, señalando la sección de fumadores.
—¿Estos sofás?
—Sí. Recuerdo este sofá porque era muy incómodo. El tapizado
está lleno de quemaduras de cigarrillo.
—¡Basta ya! ¿A mí qué me importan el tapizado y las jodidas
banderas? ¿Sabes lo que me importa? Me importa que me cuentes qué coño pasó
aquel día. ¡Ya está bien, Stephen!
Robert estaba gritando. El botones y el personal de
recepción y de limpieza nos miraban con gesto grave. Una de las mujeres del
mostrador de recepción descolgó un teléfono y murmuró algo. Yo proseguí la
visita guiada, pero susurrando las explicaciones.
Mientras nos dirigíamos al fondo del vestíbulo, vi que había
un pequeño restaurante en la parte de atrás.
—Consideramos la posibilidad de tomar un bocado ahí, en el
café Congressional, porque Romaine tenía hambre —con-tinué—. ¿Te he dicho ya
que era increíblemente obeso? La foto de la web debe de ser de hace años; desde
entonces debe de haber aumentado unos cincuenta kilos. Pero íbamos cortos de
tiempo, porque teníamos que asistir a la conferencia, y él dijo que podía
esperar hasta el banquete. Aun así, se oía el ruido que le hacía el estómago...
—Steve...
—Disculpa, disculpa.
—Entonces, ¿dónde fue la conferencia? Aquí en el hotel,
¿verdad?
Miré a mi alrededor y no vi ninguna sala de conferencias.
Pero aunque las hubiera, seguramente el hotel llevaría un registro de los que
las habían reservado, y entonces me habrían pillado.
—No, no fue aquí.
En ese momento, un hombre mayor vestido de traje nos
interrumpió. Dijo que era el gerente del hotel y nos preguntó qué queríamos. Al
parecer, alguien del personal del hotel le había indicado que parecíamos
«confusos». Robert le agradeció que hubiese venido y le dijo que estábamos
tratando de comprobar los datos de un artículo de prensa publica-do sobre el
hotel.
—¿Podría decirnos si dos personas, una tal Gloria Pruitt y
un tal Stanley Romaine, se alojaron en este hotel hace menos de un mes?
—preguntó.
—Sí, por favor —dije yo—. ¿Podría decírnoslo? Nos sería muy
útil, enormemente útil. No queremos invadir la intimidad de nadie, pero de ese
modo nos ahorraríamos un montón de complicaciones y pondríamos fin a muchas
confusiones.
Lo de la intimidad lo dije muy despacio, mirando al gerente
directamente a los ojos. En aquel momento, sentía como si estuviera tratando de
arañar unos minutos o incluso unos segundos más a lo que me quedaba de aliento.
Sentía que estaba luchando por unos instantes más de la vida que tanto me
gustaba, aquella vida que había deseado y que probablemente había perdido, por
mucho que aún me resistiera a dejarla marchar.
—No, lo siento. No puedo hacer eso —replicó el gerente—.
Aquí protegemos la intimidad de nuestros huéspedes. No revelamos ningún detalle
de su trato con nosotros. ¿Podría ayudarlos en alguna otra cosa?
—Es muy importante —insistió Robert, esta vez en un tono más
incisivo.
—Entiendo, y lo lamento mucho, pero no creo que pueda hacer
nada por ustedes.
El gerente nos había conducido hasta la puerta sin que
nosotros nos percatáramos de ello.
—¿Quieren los señores que les consiga un taxi? —preguntó,
mientras levantaba un dedo para llamar al botones.
—No hace falta —respondí—. Hemos venido en coche, pero
gracias por su ayuda.
Robert y yo estábamos otra vez solos, de pie, fuera del
hotel, bajo las grandes banderas.
—Nunca jamás vuelvas a hablar de ese modo —me ordenó Robert,
vociferando de tal manera que los empleados del hotel se volvieron para
mirarnos a través de las ventanas.
—Lo siento.
—Estaba a punto de conseguir la información, y tú vas y
sacas el tema de la intimidad. Soy yo el que dirige este tinglado, y no tú.
—No creo que hubieses podido sacarle nada, de todos modos.
No se puede conseguir ese tipo de información.
—Tú no sabes lo que yo puedo conseguir, Stephen. No lo
sabes. Yo soy el director del Weekly, y no tú. Que no se te olvide ni por un
momento.
Nos quedamos allí parados, en silencio, unos segun-dos más.
—Robert, ¿puedo hacerte una pregunta muy seria?
—¿Qué?
—¿Quieres que me despida? Si es así, lo haré. No quiero
haceros pasar por todo esto a ti y a la revista. Puedo irme y conseguir trabajo
en otro sitio, si crees que eso sería lo mejor.
Robert habló muy lentamente para responderme:
—Puede que lleguemos a eso. Pero antes vas a enseñarme dónde
tuvo lugar la conferencia. ¿Dónde?
Justo al lado, localicé una cafetería llamada El Crêpe
Cremoso.
—Bien, antes pasaremos por el restaurante donde comimos
después, así que podemos entrar a verlo.
Le señalé El Crêpe Cremoso y eché a andar.
—¿Es aquí, Steve? ¿Fuisteis a El Crêpe Cremoso?
—Sí.
—En el artículo decías que hubo un banquete: los participantes
en la conferencia asistieron después a un banquete. ¿Me estás diciendo que el
banquete fue en El Crêpe Cre-moso?
—Sí. Por comodidad, supongo. Además, Romaine estaba
hambriento.
—Dijiste «un banquete», ésas fueron tus palabras...
—Bueno, «banquete» significa un grupo de personas y mucha
comida, ¿no? Pues bien, había un grupo de personas y un montón de comida. Pero
tienes razón, tal vez debería haber escogido otra palabra...
—Esto es una locura. Vale, está bien. No quiero perderme en
discusiones semánticas contigo, Stephen. ¿Dices que hubo un banquete aquí, un
banquete de crêpes? Vamos a preguntar.
Entramos en El Crêpe Cremoso y nos recibió una camarera.
Robert preguntó si podía hablar con el encargado.
Un hombre de poco más de veinte años con la cara llena de
granos y una redecilla en el pelo se acercó a nosotros. Se presentó como John y
nos estrechó la mano. Tenía la palma pegajosa, probablemente por la mermelada.
—Verá, John, estamos tratando de averiguar si hubo un
banquete aquí, hace aproximadamente un mes —le dijo Robert.
—Un banquete, ¿eh? Seguramente sí; suele haber muchos.
Tenemos el local abierto toda la noche —explicó en tono entusiasta.
—Entonces, ¿podríamos ver la lista de los que alquilaron el
restaurante el mes pasado?
—No es posible alquilar todo el restaurante. Francamente,
agradecemos que nos llamen para hacer reservas; es algo que no se estila mucho
por aquí. Pero cuando lo hacen, no tenemos problemas en asignar a un grupo
varios compartimentos adyacentes.
—Un banquete —insistió Robert—. ¿Hubo un banquete? Es todo
lo que quiero saber.
—No sé, tal vez no nos referimos a lo mismo cuando decimos
«banquete» —replicó el encargado—. Para mí, «banquete» significa simplemente
una reunión de gente, comiendo una tonelada de comida. Eso es todo. Aquí se
celebran muchas fiestas de cumpleaños; no alquilan el restaurante, pero creo
que podrían contar como banquetes.
Robert se puso colorado.
—Bien. ¿Reconoce a este hombre? Dice que estuvo en el
banquete. Steve, acércate más. Ponte a la luz y date una vuelta para que John
pueda verte bien.
Hice una lenta rotación, con las manos extendidas, como una
sobredimensionada bailarina que se exhibiera ante los padres de los alumnos,
poco antes del recital de fin de curso.
John me miró con atención.
—¿Quién lo pregunta? —inquirió.
—¿Disculpe? ¿Qué ha dicho? —preguntó Robert.
—Lo siento. Pensé que era lo que tenía que decir. Es lo que
siempre dicen en las películas cuando alguien entra y pregunta si reconocen a
un tipo. Oiga, ¿esto no será el programa de la cámara oculta, no? —Saludó con
la mano a la ventana, hacia donde pensaba que podía estar la cámara—: Hola,
mamá.
—No, John. Estamos investigando los datos de un reportaje
que hablaba de un banquete celebrado en este lugar.
—¿Salimos en la prensa? No he visto ningún artículo sobre
nosotros, y no porque no lo merezcamos, desde luego que no. Éste es el local
más rentable de El Crêpe Cremoso de toda la región Medioatlántica. ¿Ha salido
en el Washington Post?
—No se preocupe. No mencionaba a El Crêpe Cremoso por su
nombre. ¿Recuerda haber visto a este hombre el mes pasado, o no? Probablemente
llevaba un cuaderno de notas o un casete, y habría además con él una docena de
personas.
John se quedó pensativo, y poco a poco su cara fue
adquiriendo una expresión extrañada.
—Entonces, ¿no vamos a interpretar la parte cuando yo digo
que no he visto nada, hasta que usted me da un billete de veinte dólares?
—No.
—Era justo la parte que me hacía más ilusión.
—Venga, estamos muy ocupados. ¿Lo ha visto o no?
—Puede que sí. No sabría decirlo con seguridad. No me
resulta del todo extraño.
—¿Y nada más? —se exasperó Robert.
—Nada más.
Yo le di las gracias, Robert no dijo nada, y ambos salimos
del local.
—Eso no demuestra nada, Steve.
—Yo no he dicho lo contrario.
—Pero lo estabas pensando, lo sé.
—¿Cómo puedes saber lo que estaba pensando?
—Joder, Steve. Llévame al sitio donde se celebró la
conferencia. Es lo único que quiero ver, nada más.
Nos dirigimos hacia el primer edificio situado al otro lado
de El Crêpe Cremoso. Era un típico bloque de oficinas de los años setenta, de
un par de pisos menos que el Democratic Hotel. No tenía mucha pinta de ser un
centro de conferencias, sino más bien la sede de algún organismo público, el
Registro de Vehículos o algo así. Por un momento, consideré la posibilidad de
dar marcha atrás: los edificios que teníamos a nuestras espaldas parecían más
prometedores. Había uno con una pequeña cúpula en el tejado. Seguramente era un
auditorio. Pero como le había dicho a Robert que el restaurante nos pillaba de
camino al lugar de la conferencia, me sentía obligado a continuar en esa
dirección.
—¿Es éste el lugar? —preguntó.
—Éste es.
Entramos en el vestíbulo: suelos negros de linóleo y paredes
de hormigón, todo vacío, a excepción de un guardia de seguridad, y todo en
silencio, salvo el zumbido del sistema de ventilación. Robert fue hasta el
ascensor y pulsó el botón de subir.
—¿Qué piso?
—Ninguno. Aquí mismo. La conferencia se celebró aquí.
—¿En el vestíbulo?
—Así es. Habían dispuesto mesas a lo largo de las paredes.
—Y una porra.
—En serio, así fue.
—¿Me estás diciendo que un abogado tuvo una reunión con sus
clientes en un vestíbulo?
—Así es.
—Ningún abogado haría semejante cosa. Y menos aún ese
abogado. Yo hablé con él, Steve. No piensa más que en la confidencialidad; ni
siquiera accedió a revelarme los nombres de sus clientes.
—Bueno, supongo que después se reunirían en algún otro sitio
para resolver sus asuntos privados; pero a esa parte no me invitaron, sólo al
banquete. Obviamente, no iban a tratar sus asuntos en mi presencia.
—Steve, si se celebró aquí, en el vestíbulo, no fue una
conferencia. En una conferencia, los participantes se presentan en el vestíbulo
y recogen una tarjetita con su nombre, pero no se reúnen en el vestíbulo.
—Puede que tengas razón. Debería haberla llamado de otra
manera. ¿Quizá «congreso»? ¿O «reunión en el vestíbulo»?
Robert mantuvo la vista fija en el suelo durante diez
segundos de reloj, a punto de estallar, tratando de contenerse. Después me
miró. Volvía a tener la cara encendida. El tono de su voz era de una mortal
serenidad.
—No te creo, Steve. Ahora voy a mirar el directorio, a ver
si hay abogados en este edificio, y si los hay, voy a preguntarles a todos y a
cada uno de ellos si ha habido aquí alguna conferencia o si alguna vez han oído
hablar de ese tipo, Stanley Romaine, y creo que todos y cada uno de ellos dirán
que no.
Robert se dirigió hacia el directorio iluminado que estaba
situado en la pared junto a la entrada, y yo me coloqué a su lado. Se fue
desplazando de casillero en casillero, recorriendo con los dedos todo el panel
y prestando gran atención a todos los nombres. Cuando hubo terminado, habló con
voz siniestramente uniforme, sin que ninguna palabra destacara sobre las demás.
Era como si estuviera dictando algo muy importante, algo que hubiera que
transcribir con minuciosa exactitud:
—No hay ningún Stanley Romaine —dijo—. No hay ningún
abogado.
Mi nerviosismo se estaba volviendo agobiante. Me empezaban a
sudar las palmas de las manos. Comencé a pensar en cualquier otro lugar: una
cama caliente; una oficina tan acogedora como solía ser para mí la del Weekly;
un compartimento en El Crêpe Cremoso, con un buen desayuno... Creo que incluso
entonces sabía que el mundo estaba a punto de convertirse en un lugar duro y
frío para mí, y por eso me puse a recordar sus suavidades y sus calideces, como
si así pudiera salvarlas.
Y entonces, en medio de mi ensoñación, se me ocurrió algo.
—Yo no he dicho que trabajara aquí —le recordé a Robert—.
Nunca lo he dicho. Creo que en su web incluso figuraba un número, 603, que es
de New Hampshire.
—Yo también lo noté. —Hizo una pausa—. Me alegra que me lo
recuerdes. Dime, Steve, ¿dónde vive tu hermano?
—¿Qué quieres decir?
—Tú responde a mi pregunta. ¿Dónde vive tu hermano?
—Está en la Universidad de Dartmouth.
—¿Y eso dónde es?
—Hanover.
—Hanover está en New Hampshire, ¿verdad?
—Así es.
—Ahora voy a preguntarte algo, Steve. ¿Con quién hablé por
teléfono? ¿Quién era el que dijo ser Stan Romaine?
—No lo sé, yo no hablé con él. Supongo que era Romaine.
—¿Estás seguro de que no era tu hermano?
—Sí, estoy seguro.
Sentí que una gota de sudor me rodaba desde la axila derecha
hasta un costado del vientre. Se acercaba el final. Miré por las ventanas del
vestíbulo y vi la lluvia, que no amainaba.
—Muy bien. No hay ningún abogado en este edificio. Ya está.
Caso cerrado.
—Sí que hay abogados en este edificio —repuse, seña-lando en
el directorio un casillero que decía «Verner & Jo-nes, S. L.»—. Podrían ser
contables, pero a mí me da que son abogados.
—Vamos a averiguarlo, ¿verdad que sí? Ahora mismo vamos a
subir.
Cogimos el ascensor. Un poco más allá, pasillo abajo, podía
verse el nombre de la firma, en letras negras sobre una puerta de vidrio, y un
poco más abajo, la palabra «abogados». «Muy bien —me dije—. Todavía hay
esperanza. Si tengo suerte, darán una respuesta indefinida y me salvarán como
lo ha hecho el tipo de los crêpes.»
En el interior de la oficina había una recepcionista entrada
en carnes.
—¿Puedo ayudarlos en algo? —preguntó amablemente.
Robert me apretó firmemente el hombro con la mano para que
guardara silencio. En la palma de su mano, sentí el peso de su creciente furia.
Parecía colgado de mi hombro.
—Sí, señorita, quisiera saber si un tal Stan Romaine trabaja
aquí.
—No, aquí no tenemos a nadie con ese nombre. ¿Alguna otra
cosa?
—¿Puede decirme si hubo alguna conferencia en el vestíbulo
hace cosa de un mes? Supuestamente asistieron abogados. O por lo menos se
supone que asistió un abogado.
—Lo siento. No sabría decírselo. Hace muy poco que trabajo
aquí.
—¿Quién puede saberlo?
—El señor Verner, supongo. Es el director de la firma.
—¿Podría hablar con él, por favor?
—Ha salido, y de todos modos, tendría que concertar una cita
con su secretaria. ¿Sobre qué tema desean hablar con él?
—¿Podría decirme si alguna vez se celebran conferencias en
el vestíbulo?
—Mire, no creo que pueda ayudarlos. Van a tener que irse.
Entramos en el ascensor para bajar al vestíbulo. Una vez
dentro, Robert bullía de ira y yo me tragaba en silencio las lágrimas. Finalmente,
llegamos al vestíbulo y las puertas del ascensor se abrieron.
—Steve, ahora voy a averiguar si de verdad hubo aquí una
conferencia —me informó Robert—. Sígueme.
Se dirigió al mostrador del guardia de seguridad, cerca de
la entrada. Yo me quedé unos pasos más atrás. Tenía el estómago encogido. ¿Por
qué lo estaba obligando a pasar por todo aquello? ¿De dónde procedía esa
alocada esperanza, la esperanza de poder salvarme de alguna manera? El estómago
se me retorcía con la dolorosa y gradual pérdida de esa esperanza irracional.
El guardia estaba comiendo un sándwich, mientras miraba una
serie en un televisor portátil. No advirtió nuestra presencia hasta que
estuvimos prácticamente encima de él.
—Disculpe —dijo Robert, haciéndolo sonar como una orden.
—Ah, hola. ¿Qué hay? Es la hora del almuerzo, así que no
estoy de servicio. Pero si puedo hacer algo por ustedes...
—Sí que puede —aseguró Robert—. Quisiera saber si tienen
cámaras de seguridad grabando el vestíbulo.
—¿Está loco? Eso no es asunto suyo. En eso no puedo
ayudarlo.
El guardia empujó sus libros y sus papeles, para tapar los
monitores en blanco y negro y ocultar lo que estaban mostrando.
—Si no puede ayudarnos, entonces deme el teléfono de su jefe
—le exigió Robert—. Estoy seguro de que él sí lo hará.
—¿Va a meterme en un lío? Yo solamente estoy haciendo mi
trabajo. No pienso decirle ese tipo de cosas. Además, es la hora del almuerzo.
Ni siquiera estoy obligado a hablar con ustedes.
—Deme el teléfono de su jefe, y yo hablaré directamente con
él.
—¿Lo dice en serio? —preguntó el guardia, dirigiéndose a mí
y señalando a Robert.
Asentí. El guardia le dio el número de teléfono.
—Ahora, Steve, tú y yo nos vamos al coche —me instruyó
Robert.
Salimos del edificio con el guardia siguiéndonos a grandes
zancadas.
—¿A qué viene todo esto? ¡Por favor! ¡Tienen que decírmelo!
—gritaba. Pero ninguno de los dos le contestamos. Robert estaba demasiado
ocupado avanzando como una tromba, y yo estaba demasiado ocupado pensando en
qué podía hacer para que el tiempo retrocediera.
Volvimos al parking. Saqué el coche del garaje y salimos a
una calle bautizada en honor de Robert E. Lee. Para entonces estaba lloviendo a
cántaros y los limpiaparabrisas no conseguían apartar la lluvia con suficiente
rapidez. Todo parecía incoloro, excepto el ocasional parpadeo de un
intermitente en la calzada. El coche que iba delante de nosotros aceleró y se
perdió en la distancia, dejándonos a Robert y a mí totalmente solos.
—Steve, escúchame con atención. Esta mañana envié un fax a
la Lotería de Pennsylvania. Para mañana tendré una lista de todos y cada uno de
los ganadores, y veremos si el nombre de Gloria Pruitt está entre ellos. Dentro
de poco voy a llamar al jefe de ese hombre y voy a conseguir los vídeos de esas
cámaras de seguridad. Puedes estar seguro de que lo haré. Y los voy a mirar.
Voy a mirar hasta el último minuto de esos vídeos, si hace falta, y así
averiguaré de una vez por todas si allí se celebró una conferencia.
No dije nada.
—Cuando lo haga, ¿qué voy a encontrar? Dime.
Silencio.
—¿Qué voy a encontrar, Steve? Dime, Steve, ¿qué coño voy a
encontrar?
Ninguno de los dos habló durante otros horrendos treinta
segundos. El silencio se estiraba; cuanto más largo se hacía, más difícil
resultaba romperlo.
Pasados sesenta segundos, el silencio ya era más fuerte que
yo.
Una luz roja que indicaba que Robert se había soltado el
cinturón de seguridad se encendió en el panel de instrumentos. Sentí cómo se
removía en el asiento. Retorciendo el torso, se incorporó y se inclinó para
verme la cara, situando su cabeza a menos de tres centímetros de la mía. Podía
sentir su aliento, caliente y húmedo, en mi sien derecha. Yo seguí mirando
hacia delante, demasiado atemorizado para volverme hacia él, con las manos al
volante.
—Por todos los malditos demonios, Steve. ¿Qué voy a
encontrar?
—Lo siento, Robert. De verdad que lo siento mucho.
—¿Qué coño es lo que sientes?
—Por favor, créeme, por favor, que lo siento mucho.
Fue entonces cuando empecé a llorar. Al principio eran
lágrimas silenciosas, pero el lloriqueo cedió paso al llanto, que a su vez se
convirtió en gimoteo. Era el ruido incontrolable del miedo desbarrado, una
mezcla entrecortada de hipos, chillidos y gemidos.
—Lo siento, lo siento muchísimo.
—Vale, eso ya me lo has dicho. Ahora cuéntame qué pasó.
Las lágrimas me caían en torrente por la cara. Muy pronto,
el puño de mi camisa quedó tan empapado de enjugarme los ojos que ya no
absorbía la humedad. Seguí avanzando manga arriba para encontrar un sitio seco,
hasta llegar a algún lugar entre el codo y el hombro.
—Lo siento. Yo no... yo no... en realidad, yo no fui a la
conferencia.
—Oh, mierda. ¿No fuiste a la conferencia?
—Lo siento, de verdad. No era mi intención perjudicarte, ni
a ti, ni a nadie... Me lo contaron y yo lo escribí como si hubiese estado allí.
Sé que hice mal.
—No me lo creo, y tú tampoco te lo crees.
—Lo siento, Robert. No debería haberte mentido.
Pero, obviamente, estaba mintiendo otra vez. Para mí, mentir
había llegado a ser más que un vicio, un consuelo, un hábito, o lo más fácil del
mundo: empezaba a parecerme vital.
Ya no podía controlar las manos. Me empezaban a temblar y se
me resbalaban de la posición correcta de las diez y diez recomendada en la
autoescuela. El coche se desvió hacia el arcén, se oyó un ruido de guijarros
bajo las ruedas y Robert gritó:
—¡Mierda, te has salido de la carretera! ¿Qué demonios estás
haciendo?
Hice un intento demasiado brusco de corregir la dirección, y
dimos un salto hacia la izquierda. Robert, que todavía llevaba suelto el
cinturón de seguridad, se golpeó contra el salpicadero. El coche volvió a la
calzada, pero atravesó nuestro carril y se fue directo a la línea amarilla del
centro, acercándose al tráfico que venía en dirección contraria.
—¡Steve, que nos matamos! ¡Te estás metiendo en el otro carril!
Oí el claxon de un coche, pero a causa de la lluvia y de las
lágrimas, no pude ver de dónde procedía. Delante de no-sotros; estaba delante
de nosotros. Mierda. Faros, más y más cerca. Viré bruscamente a la derecha, de
vuelta a nuestra vía. Fuuush. Así pasó el coche que venía en dirección
contraria, salpicándonos con un torrente de agua.
—¡Podríamos habernos matado! —me gritó Robert. Estaba
jadeando, sin aliento.
«Yo ya estoy muerto», pensé en silencio. Aminoré la marcha y
regresaron las lágrimas, tan silenciosas como el pensamiento.
Robert sacó un pañuelo del bolsillo interior de su
americana. Tenía su monograma bordado, y como su segundo nombre era Underwood,
las iniciales formaban la sigla RUT. Se enjugó la frente.
—Déjame decirte una cosa, Steve: esto está muy mal, realmente
mal. No sé cómo te las vas a arreglar para salir vivo de ésta.
—¿Me... me prestas... podrías prestarme tu pañuelo?
Pese a lo mucho que me aplicaba en sorbérmelos, ya no podía
impedir que los mocos me fluyeran de la nariz. Estaba moqueando entre palabra y
palabra.
—¿Tú no tienes?
—No... normalmente uso... los de papel... y se me han
terminado... Por favor.
—Pues entonces tendrás que tragarte los mocos.
Me los limpié en el hombro de la camisa.
—¿Te sientes capaz de conducir sin matarnos?
Intenté concentrarme en la señal de tráfico que tenía
delante, pero todo me resultaba borroso.
—No, mejor conduce tú.
Paré el coche a un lado de la carretera y salí, dejando
puestas las llaves. Di la vuelta por detrás. Seguía lloviendo a cántaros.
Robert pasó por encima del freno de mano y se deslizó hasta el asiento del
conductor. Di un golpe en la ventana para que abriera la puerta del pasajero,
esperó un momento y me dejó entrar. Yo estaba empapado; cuando me senté, hice
un ruido como de chapoteo.
No hablamos durante unos minutos, y después Robert empezó,
en tono frío y clínico:
—Estás en una situación muy delicada, Steve. Nos has
comprometido a todos los del Weekly, a todos los que confiábamos en ti. Y
después me has mentido. —Hizo una pausa de unos segundos—. Quizá la revista aún
pueda salvarse, y haré cuanto esté en mi mano para salvarla. Pero tú, Steve,
has hecho algo realmente terrible. Estas cosas no terminan bien. Supongo que no
puedo saber lo que va a pasarte; nadie puede saberlo. Pero puedo asegurarte que
los mentirosos siempre acaban mal.
Recorrimos el resto del trayecto hasta la oficina en
silencio. Robert estacionó el coche en el mismo sitio de donde lo habíamos
sacado, y nos dispusimos a esperar el ascensor.
Después de un agónico y silencioso minuto, llegó el
ascensor. Entramos, y Robert pulsó el botón del octavo piso. Nos quedamos de
pie, uno junto a otro, mirando hacia arriba, estudiando la fila de números
sobre la doble puerta, como si nunca antes la hubiésemos visto. Una campanita
celebraba la hazaña de cada piso conquistado.
Primero. Bing.
—¿Cómo has podido hacerme esto a mí, Steve? Podrías haberme
llevado a la ruina. ¿Te he hecho yo algo malo alguna vez?
No dije nada.
Segundo. Bing.
—¿Cómo has podido? ¿Cómo? Tengo una familia que... —la voz
de Robert se quebró mientras decía eso último, y se extinguió antes de
terminar.
Tercero. Bing.
En silencio, rogué que Robert me pegara.
Cuarto. Bing.
«Por favor, dame un puñetazo, Robert.»
Quinto. Bing.
Proyecté hacia delante la barbilla, para que fuera una diana
más fácil. «Desahoga tu ira contra mi cuerpo —pensé—. Haz lo que hace un
hombre, Robert. Es cierto, tienes una familia que depende de ti. Pégame. Lo
merezco. Rómpeme la nariz. Déjame la cara marcada.»
Sexto. Bing.
«Pégame, Robert. Quiero que me pegues. Si me pegas, los
demás verán lo horrible que eres. Por muy malo que sea lo que yo he hecho, lo
disculparán en comparación con tu violencia, en comparación con lo que has
hecho tú. No responderé con violencia. No, desde luego que no. Saldré
gentilmente del ascensor y usaré el teléfono de recepción para llamar a la
policía. Mañana, los titulares dirán: “Jefe de redacción ataca a periodista
por inventarse noticias.” Tal vez, con mucha suerte, la última parte quedará
reducida a un subtítulo.»
Séptimo. Bing.
Imaginé el juicio. Lo retransmitirían por Court TV, el canal
especializado en tribunales. Lógicamente, declararían culpable a Robert y los
tabloides le pondrían apodos como «el Aporreador de Periodistas». Vestido con
el uniforme anaranjado de la cárcel, Robert —convertido en el Jack Ruby de la
prensa— se presentaría ante el juez y se confesaría arrepentido, profunda y
sinceramente arrepentido por lo que había hecho. Declararía ser esencialmente
una buena persona, alguien que ha cometido un error, un error muy grave pero un
error al fin y al cabo, y prometería no volver a hacerlo nunca más si le
permitían salir en libertad. Hablaría de todas las otras cosas buenas que ha
hecho en la vida: su gentileza con su familia y sus amigos, sus años de trabajo
periodístico orientado al bien público... Sin conmoverse, el juez impondría a
Robert una pena de entre diez y veinticinco años de cárcel.
Segundos más tarde, en la escalinata de los juzgados,
reporteros con micrófonos informarían de lo sucedido a sus respectivas
audiencias. Las tertulias invitarían a expertos para que opinaran sobre el
lamentable estado de la prensa moderna y los telespectadores llamarían a los
canales para expresar su indignación. Y todas las llamadas, todas sin
excepción, dirían que por muy mal que se hubiera comportado Stephen Glass, nada
podía ser tan malo como aquello.
«Por favor, Robert, hazme daño. Por favor. Ambos lo
merecemos.»
Octavo. Bing.
Las puertas se abrieron y una vez más nos encontramos en la
sede del Weekly.
Robert fue el primero en salir del ascensor, y yo lo seguí.
—Steve, quiero que te quedes en mi despacho. No vayas a
ningún sitio, excepto a mi despacho. No hables con nadie. No uses el teléfono.
Y no pongas a prueba mis nervios.
Robert entró en la oficina de Ian y cerró la puerta. Justo
antes de que la puerta se cerrara por completo, lo oí decir: «No vas a
creértelo.»
Fui al despacho de Robert, como me había ordenado que
hiciera, entré y cerré la puerta.
Al cabo de un rato entró Ian. El alce Bullwinkle tenía una
expresión solemne.
—Hola, Steve.
—Hola.
—Robert me ha contado lo que ha pasado.
—Ajá.
—Necesito hablar contigo de algo. Robert ha pensado que tal
vez estuvieras más dispuesto a hablar conmigo que con él. Las cosas han ido
bastante mal entre vosotros, y no-sotros somos amigos, ¿no?
—Así es.
—Bien, me alegro. Me gusta nuestra amistad.
—A mí también.
—Perfecto. Verás, es una pregunta acerca de otro artículo
—dijo—, aquel sobre las competiciones deportivas clandestinas organizadas en
Connecticut por activistas de la supremacía blanca. Jugaban a capturar la
bandera, bebían refrescos vitaminados y cosas por el estilo. ¿Recuerdas ese
artículo?
—Lo recuerdo.
—El jefe de una de las milicias se llamaba Clay Ortman, ¿lo
recuerdas?
—Sí.
Hubo una pausa. Ian tragó saliva antes de hablar.
—No hemos podido encontrarlo por ninguna parte en Internet.
Verás, Robert ha recogido varios detalles al azar de otros artículos tuyos,
para comprobarlos. En realidad, fui yo quien le dio la idea. Quería echarte,
pero yo le dije que pensara en todos los demás trabajos buenos que has hecho, y
le propuse hacer algo menos definitivo: una suspensión, quizá. Entonces Robert
escogió unos cuantos nombres de tus otros reportajes y los buscó en Internet.
Algunos estaban ahí, pero otros no. No estoy diciendo que no existan; no todo
lo que existe está en Internet. Pero es muy difícil para mí defenderte, si no
estoy seguro de que dices la verdad.
—Entiendo.
—Entonces, ¿existe Clay Ortman?
—¿Eh? Sí. No. No lo sé, Ian. Estoy tan confuso ahora mismo.
Creo que voy a vomitar. ¿Puedes concederme un momento, un poco de aire?
Me tumbé en el sofá y me concentré en respirar con
regularidad. Ian se sentó en la silla de Robert y esperó pacientemente.
—¿Te sientes mejor? —preguntó después de un momento.
—No mucho.
—Steve, necesito que respondas a esa única pregunta.
—¿Puedo hablar contigo como amigo, Ian? Off the record? Sólo
entre tú y yo.
—Desde luego. Para eso estoy aquí, como amigo.
—¿Y si te dijera, por ejemplo, que sé positivamente que Clay
Ortman existe, pero también que no puedo demostrarlo y que nadie me creerá
nunca?
—Bueno, si existe, estoy convencido de que podremos
demostrarlo. Yo te ayudaré. Si es necesario, iremos y lo encontraremos.
Sonrió. Creo que, en ese mismo instante, estaba dispuesto a
salir y a llevarme en su coche en busca de Ortman, tanto como Robert había
estado dispuesto a ir hasta Jeffersonville, pero por una razón diferente: Ian
quería sacarme del atolladero; sinceramente, era lo que quería. Pero para
entonces yo ya sabía que no podía hacerlo.
—No, Ian —repuse en voz baja—. Lo que he dicho no ha sido
más que una suposición.
—De acuerdo, entonces. En ese caso, lo que yo haría sería
pedir clemencia al tribunal. Es lo que suele hacerse en una situación así. Te
presentas ante el tribunal y pides clemencia.
—¿El tribunal?
—Bien, en este caso, el tribunal sería Robert.
Ian se obligó a sonreír una vez más, aunque sabía tan bien
como yo que la clemencia de Robert no era algo con lo que pudiera contar en un
futuro próximo. Noté que se sentía terriblemente incómodo. Detestaba tener que
hacer todo aquello. Por mucho que me hubiese burlado en otras ocasiones de la
afable sensiblería de Ian, en ese momento saltaba a la vista lo buena persona
que era, lo mucho que estaba intentando ayudarme.
—Lo siento —me dijo.
—Yo también, Ian.
Hubo unos instantes de silencio. Entonces, a su pesar, Ian
habló:
—Verás, Robert me ha pedido que no saliera de aquí hasta
haber conseguido una respuesta a mi pregunta. Así que, ejem, ¿podrías
contestarme?
—Supongo que tendré que hacerlo.
Me incorporé en el sofá y enderecé la espalda. Mi madre
siempre me había aconsejado que asumiera una postura perfecta en los momentos
realmente importantes de la vida.
—Clay Ortman existe, pero nunca jamás podré demostrarlo.
Me tragué las lágrimas mientras lo decía. Incluso entonces
sabía que no estaba describiendo el mundo tal como era, sino como deseaba que
fuese. Había visualizado con tanta claridad a Clay Ortman —sus tatuajes, la
forma en que sorbía el refresco vitaminado de naranja— que casi creía en su
existencia.
—Muy bien, entonces.
Triste y amable, Bullwinkle echó a andar hacia la puerta.
—Espera, Ian. ¿Puedo pedirte un favor?
—Claro, lo que quieras.
—Cuando más adelante te pregunten por esta conversación, ya
sabes, la gente de aquí, ¿podrías decirles que he dicho que lo lamento y que no
era mi intención perjudicar a nadie?
—Desde luego que sí.
—Lo que quiero decir, ya sabes, es que si las cosas se ponen
verdaderamente feas, ¿se lo dirás?
—Claro que sí. Y también les diré que te creo.
Ian forzó una última sonrisa, y cerró la puerta después de
salir. Creí ver una lágrima en uno de sus ojos mientras salía, pero puede que
sólo fuera el reflejo de las mías.
Esperé un poco más en el despacho de Robert, porque no sabía
en qué otro lugar de la oficina podía esconderme; además, Robert me había dicho
que me quedara allí. Al menos, ahí estaba a salvo; nunca nadie visitaba su
despacho innecesariamente.
Me situé junto a la ventana. Caía la tarde y la lluvia por
fin había cesado. Algunos salían pronto del trabajo, agradablemente
sorprendidos de no tener que abrir el paraguas. Otros corrían para recuperar la
pausa de la comida que habían aplazado, tal vez para no mojarse. En la calle vi
a un tipo más o menos de mi edad, leyendo un periódico mientras caminaba. ¿Cómo
sería su vida? Se la habría cambiado por la mía sin pensarlo dos veces.
—Steve, siéntate, por favor. —Era Robert. No lo había oído
entrar. Me senté y prosiguió—: He estado pensando mucho y muy seriamente en
todo esto, y te he dado la oportunidad de convencerme de que estaba equivocado.
Creo que he sido justo. Fui contigo a Jeffersonville, repasé todas tus notas,
llamé a tus números de teléfono, y todo me conduce a una única conclusión: la
conferencia de la lotería nunca tuvo lugar. No es que no te tomaras la molestia
de asistir; es que no se celebró. Estoy convencido de ello. No quiero
discutirlo más.
»Ahora el problema es qué hago contigo —añadió—. Mentiste en
esta revista por lo menos una vez, y si presiono un poco, parece ser que has
mentido en otras ocasiones. No podemos pasarlo por alto. Las mentiras sin
control no sólo destruirían esta revista, sino al conjunto de la prensa, y ha
recaído sobre mí la responsabilidad de decidir en este caso la manera correcta
de proceder para todos nosotros.
Robert hizo una pausa para serenarse.
—El periodismo es algo maravilloso, Stephen. Es la práctica
de unos reporteros que averiguan lo que realmente sucedió y lo describen tal
como ha pasado. Debería ser capaz de escoger cualquier artículo de nuestra
revista, salir, volver a investigar el caso y lograr exactamente los mismos
resultados. En ese sentido, es como la ciencia o las matemáticas. Todas las
mañanas, los enviados especiales a la Casa Blanca informan acerca del color de
la corbata del presidente, si es roja o azul, y si un mes después llamo al
ayuda de cámara de la Casa Blanca y le pregunto de qué color era la corbata del
presidente tal o cual día, me responderá que era exactamente el mismo color que
indicaron los enviados de la prensa. Eso es así porque los reporteros describen
las cosas tal como las han visto. No las describen tal como piensan que deberían
ser, ni como les han dicho que eran, ni como les gustaría que fuesen, ni como
creen que son, ni menos aún cómo convendría que fueran para poder escribir un
gran artículo. Escriben que la corbata es de un color, porque han visto que era
de ese color. Y eso es lo más elegante que puede hacer un periodista. Es lo que
llevo dos décadas haciendo.
»Lo que tú has hecho, Steve —prosiguió—, me ha llevado a
pensar en los fines más profundos de todo esto. Hay una razón para que los
periodistas tengamos unas normas tan estrictas acerca de la verdad: el
periodismo es frágil, nuestro único capital es la credibilidad que los lectores
nos atribuyen. Si nuestros lectores dejan de creer en lo que imprimimos, si
piensan que nos apartamos mínimamente en nuestra información de lo que es
literalmente cierto, si no pueden confiar en lo que les decimos que ha pasado,
ya no hay más revista.
»Con esto quiero decir que tus mentiras no sólo te restan
credibilidad a ti, sino también a mí. Peor aún: esa credibilidad es un fondo
compartido; cada mentira que has contado no sólo afecta a la revista y a sus
redactores, sino al conjunto de la prensa. Has vertido veneno en el río. Los
lectores, que nos contemplan con creciente cinismo, meterán a todas las
revistas en el mismo saco. Dirán que las mentiras de Stephen Glass son la
prueba de que los periodistas, como grupo, no son dignos de crédito. No me lo
estoy inventando; hablan así de los políticos y de los abogados. Los
periodistas no podemos permitírnoslo. La confianza de los lectores es nuestro
capital. La credibilidad, Steve, es lo único que mantiene en pie al periodismo.
No somos novelistas, ni poetas, ni cineastas. Somos reporteros, y por mucho que
esos otros grupos digan que comprenden la verdad, nosotros somos los únicos que
contamos las cosas tal como suceden. Somos testigos presenciales de la
historia. Eso es lo que distingue al periodismo de todo lo demás. Y si
cualquiera de nosotros deja de hacerlo, traiciona al periodismo.
»Y hay algo más, Steve. Me mentiste a mí. Aunque pudiera
hacer que todo esto se desvaneciera, conservar la confianza de los lectores,
salvar a la revista y ayudar al periodismo... Ya ves que me has cargado con una
tarea que pondría a prueba la fuerza del mismísimo Atlas... Pues bien, aunque
pudiera hacer todo eso, nunca podría volver a confiar en ti. No podría tener en
la plantilla a alguien que ha sido desleal conmigo. Eso es algo que nunca
permitiré.
»Por todas esas razones, tengo que despedirte. Con efectos
desde hoy mismo. Estás despedido.
»También quiero decirte otra cosa importante. Estás hecho un
lío, chaval. Necesitas atención psicológica urgente, para volver a un punto que
te permita distinguir la realidad de la ficción.
Robert se sentó. Yo lo miré. Estaba esperando a que
respondiera, pero no había nada que decir.
—Gracias —dije como un idiota—. Debo de ser la primera
persona en el mundo que le da las gracias a su jefe por echarlo. Comprendo por
qué te sientes obligado a hacer esto —añadí—. Y también debo de ser el primero
en reconfortar a su jefe en semejante trance.
Y diciendo esto, me puse en pie y le tendí la mano derecha.
Robert pareció sorprendido. Creo que esperaba alguna petición de clemencia,
compasión o una segunda oportunidad. No parecía dispuesto a estrecharme la
mano. Mi brazo permaneció extendido durante un rato embarazosamente largo.
Robert se limitaba a mirarlo como si fuera contagioso.
—No me dejes con el brazo colgando —le pedí.
Asintió, estrechó breve y desdeñosamente mi mano y retiró la
suya en cuanto pudo.
—Adiós —le dije.
—Quiero que recojas tus cosas antes de irte.
—De acuerdo. —Habría hecho cualquier cosa por salir de su
despacho, pero sabía que no podía recoger mi oficina en aquel momento. Tenía
que marcharme antes de que llegaran los reporteros, que inevitablemente
llegarían.
Robert dijo alguna otra cosa, pero no lo entendí; ya había
cerrado la puerta detrás de mí.
Cuando me dirigía hacia mi despacho, vi a Clovis, el
director de la sección literaria. Estaba en su oficina, con la puerta abierta,
hablando con un poeta. Golpeé la puerta con los nudillos, y sin esperar
respuesta, entré.
—Sólo quería darte las gracias por haberme ayudado durante
estos años —le dije; las palabras me salían apresuradamente—. Has sido
estupendo, una fuente de inspiración, y si estuviera de mejor humor, diría algo
más elocuente y apropiado, pero quiero que sepas que tengo una gran opinión de
ti.
—Estoy al corriente de todo. ¿Qué te ha dicho?
—Me ha despedido.
—El muy cabrón. No me lo esperaba. ¿Le has preguntado qué le
va a decir a la prensa? Eso es muy importante.
Era la manera que tenía Clovis de expresar su afecto. Quería
protegerme, yo lo sabía, pero no había nada que hacer. Ya nadie podía
protegerme.
—No creo que importe, en este caso. Robert irá a por mí con
todas sus fuerzas.
—El muy cabrón.
—Gracias, de todos modos. Sinceramente pienso todo lo que te
he dicho, y mucho más.
—Cuídate, Steve.
Completé el camino hasta mi despacho, consiguiendo de alguna
forma no encontrarme con nadie más. Cuando llegué, oí una voz femenina en el
interior. Supuse que sería Lindsey, que a veces tomaba prestada mi oficina para
escapar de su teléfono, que no paraba de sonar. ¡Uf! En ese momento no quería
verla, pero necesitaba recoger mi ordenador portátil antes de irme a casa.
Llamé a la puerta y oí que alguien colgaba un teléfono. Entonces la abrí
nerviosamente.
Era Allison.
La abracé y la retuve entre mis brazos. Todas mis dudas se
despejaron: ella estaba allí para apoyarme cuando realmente la necesitaba.
—Brian me llamó —explicó—. Me dijo que viniera, que me
necesitabas cerca.
—Entonces, ¿vas a ayudarme a salir de aquí? —pregunté.
—Desde luego. Cógeme fuerte de la mano. Ahí fuera habrá un
montón de gente.
Allison y yo fuimos por el camino más largo para poder salir
por la puerta principal; le había dicho que no quería salir por la puerta
trasera. Había cinco o seis redactores junto a la puerta delantera,
esperándome. Lindsey no estaba entre ellos, y supuse que probablemente se había
ido a casa para evitar el interrogatorio de Robert. Me sentí terriblemente
culpable. Había dejado que me apoyara, y puede que ahora ella también tuviera
problemas. Uno por uno, los redactores me abrazaron y me prometieron mantener
el contacto. Brian fue el último de quien me despedí.
—Sabes que esto no significa nada para nosotros, Steve —me
aseguró—. Aún tienes que bailar algún día en mi boda, y sigo esperando a que
jueguen nuestros hijos, y que tú y yo nos hagamos viejos juntos.
—Por favor, no te enfades conmigo, Brian. Por favor, no me
odies.
—¿Por qué iba a odiarte? —preguntó.
No respondí. Sabía que todavía no comprendía del todo lo que
estaba pasando; nadie lo sabía aún, excepto Ian y Robert.
Oí el sonido agudo que hacía el sistema de comunicación
interna cuando llamaba a toda la oficina. Era Robert:
—Habrá una reunión en mi despacho dentro de cinco minutos,
para los que quieran oír mi versión de lo sucedido.
—Será mejor que me marche. No creo estar invitado —dije,
agarré con más fuerza la mano de Allison y salí por la puerta principal.
Allison y yo cogimos el ascensor hasta el garaje. Mientras
bajábamos, las puertas se abrieron en la planta baja, y unos metros más allá
vimos al Papeleras que, como de costumbre, llegaba temprano al trabajo. Me gritó
que mantuviera abiertas las puertas, y así lo hice. Pero no entró; solamente
vino corriendo y me habló casi sin aliento:
—Qué suerte que te he encontrado. Un equipo móvil de la CNN
te anda buscando, Esteban. Acaban de subir por el otro ascensor. Creo que
quieren hacerte una entrevista.
—No, gracias. Nos vemos mañana —dije, olvidando por un
instante que tal vez nunca volvería a verlo.
Asombrado, retiró la mano con que mantenía las puertas
abiertas y se me quedó mirando, intrigado. Las puertas del ascensor se cerraron
con un golpe sordo y de pronto comprendí por qué Robert había ido a la oficina
vestido de traje.
Cuando llegamos al garaje, Allison se sentó al volante,
aunque hasta entonces nunca había conducido mi coche. Agradecí que lo hiciera,
pero empezaba a preocuparme que ya nadie me dejara conducir.
El trayecto de regreso a nuestro apartamento fue
misericordiosamente tranquilo. A mitad de camino, Allison puso los dedos sobre
mi cuello. Incliné la cabeza y levanté el hombro para atrapar su mano diminuta.
Tenía la piel fina como el papel, y yo podía percibir sus pulsaciones siempre
que nuestros cuerpos entraban en contacto. No estaba tan serena como parecía.
Pronto estuvimos cerca del apartamento, y Allison rompió el silencio.
—¡Un sitio mágico! —exclamó con júbilo, como si acabara de
marcar un tanto.
Los sitios mágicos eran las pocas plazas de aparcamiento en
las proximidades de nuestra casa que no requerían mover el coche cada dos
horas, porque algún gracioso había robado las señales. Si conseguías uno,
tenías parking gratuito durante días, e incluso semanas, si podías prescindir
del coche. Cada vez que veíamos que uno quedaba libre, dejábamos lo que fuera
que estuviésemos haciendo —la cena, el trabajo, creo que incluso habríamos
interrumpido el sexo si nuestras ventanas hubiesen estado orientadas en esa
dirección—, y corríamos, a veces en feroz competición con los vecinos, para
apropiárnoslo.
Los sitios mágicos se habían convertido en moneda de cambio
de nuestra relación, como pueden ser las flores para otras parejas. Cuando
tenía que cancelar una de nuestras citas, o cuando había dicho algo
desagradable, trasladaba sin decir nada el coche de Allison a mi sitio mágico.
Yo solía tener uno, porque podía ir andando al trabajo y nunca movía el coche.
Sabía que el hecho de no abandonar nunca el sitio mágico desvirtuaba en cierto
modo el propósito de tenerlo, pero aun así me encantaba poseer aquel espacio.
Significa-ba que siempre tenía algo que darle a Allison, algo que ella siempre
querría tener.
—¿Ves? Todo saldrá bien —dijo Allison mientras aparcaba—.
Las cosas empiezan a mejorar. ¡Hemos encontrado un sitio mágico!
No dije nada.
—Era una broma —añadió.
Para Allison, todo era una broma cuando lo que decía no caía
demasiado bien. Ése era un hábito que yo detestaba. Una vez le dije que era su
manera de evitar responsabilizarse de sus meteduras de pata, se encogió de
hombros y me respondió que yo no entendía su sentido del humor. Le dije que
seguía eludiendo su responsabilidad, y ella me contestó que yo seguía
demostrando mi falta de humor. Ahora parece todo tan insignificante.
—Era sólo una broma, Steve —repitió, como si me estuviera
leyendo el pensamiento.
—No es nada. Ya sé que sólo intentabas ser amable.
Subimos la escalera en silencio y entramos en el apartamento,
que estaba inmaculado. La empresa de limpieza, las Merry Maids, había pasado
aquella mañana tal como estaba previsto, y los cojines del sofá estaban
mullidos tras la pali-za que habían recibido. Hasta los mandos a distancia —y
te-níamos seis, uno de los cuales era un «mando universal», que supuestamente
debía sustituir a todos los demás, pero en realidad no había hecho más que
sumarse a los otros— volvían a estar razonablemente dispuestos en la mesilla
del cuarto de estar. Como si fuera un invitado, ni siquiera sabía con certeza
dónde dejar el maletín.
El contestador se iluminaba por tandas de cinco parpadeos,
pero decidí ignorarlo.
—Y bien, ¿qué hacemos? —preguntó Allison—. Todavía estoy un
poco enfadada contigo, pero eso puede esperar —añadió en seguida en tono casi
inaudible.
—Probablemente debería llamar a mis padres.
—Buena idea —opinó, aunque en realidad quería decir que no
lo era. Me daba cuenta de que quería que hablara con ella, y comprendí que era
una exigencia razonable, pero yo necesitaba urgentemente hablar con mis padres,
por lo que permanecí en silencio.
Subió al dormitorio de arriba, para ofrecerme intimidad. En
cuanto se fue, marqué el número de mis padres en Lakeside, un suburbio
residencial de Chicago. Respondió mi madre; parecía alegre y me dijo que en ese
mismo instante estaba pensando en llamarme.
—Mamá, ha pasado algo muy grave.
—¿Qué me dices? —su voz era agitada y asustada—. ¿Qué ha
pasado?
—¿Estás sentada?
—Tú dime lo que sea.
—Es algo muy gordo y difícil de decir.
—Dímelo, Stephen.
—Está bien. Me han despedido del trabajo.
—¡Oh, gracias a Dios! Pensé que ibas a decirme algo
realmente horrible, como que estabas enfermo o algo así.
—Bueno, es algo realmente malo. Estoy muy mal.
—No me des esos sustos. ¿Era tan malo que tenía que
sentarme? ¿Quién crees que soy, Natalie Wood? He oído montones de malas
noticias en el pasado y he podido con ellas. Me hiciste pensar que tenías una
enfermedad espantosa o quién sabe qué.
—Lo siento.
—No vuelvas a hacerme algo así. Casi me matas del susto.
—No lo haré —dije, y los dos hicimos una breve pausa hasta
que yo empecé a hablar de nuevo—: Lo siento... Siento defraudarte.
—Cuéntame qué ha pasado.
Se hizo un silencio y entonces me eché a llorar.
—Oh, Stevie, todo se va a arreglar. Te lo prometo.
—Creo que me gustaría volver a casa.
—Claro que sí, si eso es lo que quieres. Ya sabes que nos
encanta que vengas.
—Compraré los billetes y te diré cuándo voy. Probablemente,
mañana por la mañana —dije.
—¿Ya se lo has dicho a papá?
—No, ahora lo llamaré.
—Reaccionará bien. Al fin y al cabo, no es tan grave. Te
quiero. Cuando vengas, verás como todo se arregla.
—Yo también te quiero. Lo siento mucho, mamá.
Colgué y llamé a mi padre a su oficina.
—Papá, tengo malas noticias.
—¿Estás bien?
—No del todo. Me han echado del trabajo. Lo siento mucho,
papá, siento decepcionarte.
—No me decepcionas. Tú nunca me has decepcionado. ¿Qué ha
pasado?
—Robert y yo tuvimos un desacuerdo.
—Ese imbécil.
—No, la culpa ha sido mía, no suya. De verdad. Lo siento,
papá. De verdad que lo siento... Creo que voy a volver a casa mañana.
—Estupendo. Ven a casa. Para entonces, las cosas se habrán
calmado y podrás reflexionar sobre todo esto con perspectiva. ¿Sabías que a mí
me despidieron una vez? Estaba trabajando para un amigo de tu abuelo, vendiendo
golosinas de puerta en puerta. Como no conseguía vender aquellas chucherías,
que eran una porquería sin marca conocida, una especie de regaliz verde, me
despidieron. Me sentí muy avergonzado, pero cuando se lo conté a tu abuelo,
simplemente me aconsejó que me buscara otro trabajo. «Tienes que volver a
subirte a la montura», me dijo. Y eso fue todo. Es parte del crecimiento. Ahora
tienes tu historia del regaliz verde. Tienes que volver a subirte a la montura;
eso es todo.
—No creo que vaya a ser tan fácil.
—Ya verás como sí.
—Me parece que no lo entiendes.
—Y a mí me parece que sí —aseguró mi padre—. Todo se
arreglará. Te lo prometo. ¿Alguna vez te he hecho una promesa que no haya
cumplido?
—No, nunca —dije. Al igual que con mi madre, sabía que
tendría que esperar a verlo personalmente, para convencerlo de que la situación
era mucho peor de lo que pensaba.
—Te quiero. Nos vemos mañana por la mañana, probablemente
hacia las nueve.
—A esa hora, mamá y yo estaremos trabajando, Stevie. Tendrás
que coger un taxi para ir a casa.
—De acuerdo.
—¿Llevas dinero encima?
—Cogeré antes de salir.
—Que no se te olvide. Nunca viajes sin llevar algo de dinero
encima.
Ésa era una de las normas vitales de mi padre. Siempre lo
repetía cuando Nathan o yo íbamos a algún sitio.
—De acuerdo, papá. Te quiero. —Y colgamos.
Allison bajó la escalera en cuanto terminé de hablar.
Sospeché que había estado escuchando, pero no me importó.
—¿Qué ha pasado, entonces? —preguntó en tono sus-picaz.
—Me voy a Lakeside durante unos días. Quiero ver a mis
padres y estar algún tiempo en familia.
—¿Y qué hay de nuestro viaje?
—¡Ay, mierda! ¡Lo siento, Allison, lo había olvidado!
—Claro que se te ha olvidado.
—Es que ahora estoy muy mal. Podemos dejarlo para otra
ocasión, ¿no? Ahora siento que volver a casa probablemente será lo mejor para
mí.
—¿No puedes quedarte aquí?
—No, no puedo. Los periodistas empezarán a llegar mañana.
Aunque, en realidad, ésa no era la verdadera razón por la
que quería volver a casa. Necesitaba ir porque sabía que mis padres, más que
nadie en el mundo, me amaban sin esperar nada a cambio, y siempre me amarían.
El amor de Allison tenía que ganarlo, y en ese momento, lo único que podía
hacer era gastarlo hasta que no quedara nada.
—De acuerdo —accedió ella lentamente—. Deberías llamar a
Coastal Airlines. Me mandaron un mail con una oferta especial
Washington-Chicago a precio rebajado. Y ya que llamas para reservar el vuelo,
aprovecha y cancela nuestros billetes para las vacaciones.
—¿Vendrás conmigo a Lakeside? —sugerí.
—Eso, Stephen, es pedir demasiado. Si no vamos a tener unas
vacaciones de verdad, volveré al trabajo, así podré cogerlas más adelante,
contigo o sin ti.
Reservé los billetes para ir a ver a mis padres. Fue una reacción
inmadura, cobarde, lo sé, pero también conocía a Allison y sabía que ella
estaría demasiado enfadada para ayudarme a superar el trance. Tenía la
esperanza de que con mis padres fuera diferente.
Echaba de menos a Allison y nuestra antigua relación, la que
teníamos antes de que yo trabajara tantas horas y la decepcionara tantas veces,
antes de que empezara a sentir esa especie de agudo y constante resentimiento
debajo de cada palabra que intercambiábamos. Mientras cancelaba los billetes de
nuestras vacaciones, recordé cómo había sido todo antes, y cómo habíamos
planeado las vacaciones en Savannah para que las cosas volvieran a ser como
entonces. Allison y yo habíamos pasado en Savannah muchos fines de semana
largos, desde nuestro primer viaje en 1995, por San Valentín. Yo había querido
llevarla a pasar el puente a un sitio que fuera cálido, no demasiado caro, a
menos de dos horas de distancia —ya que ella detestaba los aviones— y, sobre
todo, completamente íntimo.
—Quizá nos guste mucho —le dije a Allison aquel primer año,
antes de salir, intentando crear entusiasmo—. ¡Quién sabe! Tal vez nos
instalemos allí.
—No hay judíos en Savannah —repuso ella.
Pero se equivocaba: había. No muchos, pero estaban allí.
Había incluso una majestuosa sinagoga en el centro del pueblo, una de las más
antiguas de Estados Unidos, y la dirigía un brillante rabino de Nueva Jersey.
En Washington nunca acudíamos a la sinagoga, pero cuando estábamos en Savannah,
íbamos siempre.
No fue lo único que encontramos allí. Hacía calor todo el
año. Había una playa arenosa, la comida era estupenda y, lo mejor de todo, no
había nada que nos recordara a Washington. En Washington, siempre nos
encontrábamos con algún periodista o con algún colega de Allison —ella
trabajaba en la Institución Smithsoniana— cuando salíamos a cenar los viernes,
y los sábados por la noche siempre había alguna fiesta que tenía más que ver
con el periodismo o la política museística que con la diversión.
En Savannah, no había más que días indolentes y noches
íntimas. Siempre nos alojábamos en el mismo parador con vistas al río y nos
quedábamos en la cama hasta el mediodía. La comida era la misma los dos días:
pollo frito, té con azúcar y pastel de terciopelo rojo, que en realidad era de
chocolate. Pasábamos la tarde sentados en una de las plazoletas de la ciudad, o
jugando en el mar en Tybee Island, o si había partido en casa, viendo perder
una vez más a los Savannah Sand Gnats, de la segunda división de béisbol. Por
la noche, leíamos, reíamos, nos emborrachábamos y jugábamos al Boggle, medio
sumergidos en el jacuzzi del parador.
La primera vez que fuimos, dedicamos varias horas del último
día completo que pasamos en Savannah a pasear entre las lápidas del cementerio
Bonaventure, hasta poco antes del cierre, cuando ya se habían marchado los
autocares repletos de fanáticos de Medianoche en el jardín del bien y del mal.
Después, mientras caía la noche, bajo los árboles cargados de musgo, nos
sentamos cerca de la tumba de Johnny Mercer para hacernos mimos. En algún
momento, me puse a cantar la única estrofa que conocía de la única canción que
sabía que era suya, Something’s gotta give. Culminé mi interpretación con un
crescendo: «Puedes apostar, tan seguro como que estás vivo, que algo tiene que
ceder, algo tiene que ceder, algo tiene que ceder.»
Y algo cedió. En cuanto terminé, Allison me miró con amor,
me alisó el pelo con la mano y me hizo prometerle que nunca, nunca más volvería
a cantarle nada.
—¿Y ahora qué quieres hacer? —preguntó Allison, en cuanto
hube reservado mi vuelo a Chicago. Me ofreció una taza de té de vainilla, mi
favorito. Pude distinguir el familiar chirrido, aquella corriente subterránea
bajo sus palabras, y a mi pesar me endurecí en su contra.
—Creo que me gustaría acostarme —respondí—. Estoy agotado.
Anoche no descansé nada y tengo que levantarme a las seis para coger el avión.
—Y yo creo que deberíamos hablar un poco antes, ¿no te
parece? —repuso en tono sereno.
—El vuelo sale de Dulles —añadí.
Allison se sentó en el sofá, hundiéndose en los cojines
recién ahuecados. Cogió cautelosamente su taza de té y sopló directamente sobre
el líquido, creando una depresión en la superficie.
—¿Qué tal está el té? —preguntó.
—Muy bueno, gracias —dije, moviéndolo en la taza. El azúcar
no se había disuelto del todo y no tenía cuchara, pero no quería ir a la cocina
a por una.
—¿Quieres que hablemos?
—¿Sinceramente?
—Sí, claro. ¿Por qué iba a querer que me dijeras algo que no
fuese sincero?
—No he querido decir eso. Sólo era una manera de hablar.
—¿Una manera de hablar?
—Ya sabes, una especie de advertencia, una forma de decir:
«Esto no será fácil, tengo algo que contarte que no te va a gustar.»
—¿Ser sincero significa que no va a gustarme? —Estaba
levantando la voz; me daba cuenta de que aquello era doloroso para ella, y
sabía que yo no la estaba ayudando nada.
—Venga, Allie, ya sabes lo que quiero decir —repuse
débilmente.
—No, no lo sé. Quiero que me cuentes lo que ha pasado. Vas a
contármelo, ¿no?
—Creo que no estoy preparado para hablar de ello —confesé
finalmente.
Se recostó en el sofá.
—Eso es muy duro para mí —dijo.
—Ya lo sé.
—Dime al menos lo que le contaste a Robert. Yo no debería
saber menos que él.
Le ofrecí a Allison una versión muy resumida de lo sucedido,
pero no le conté la verdad. Sabía, incluso mientras estaba hablando, que no
debería haberle mentido; pero también sabía que, si no le mentía, ella me
dejaría. Puede que me dejara de todos modos, pero pensaba que de ese modo al
menos tendría una oportunidad.
Al principio, le dije a Allison lo que inicialmente le había
explicado a Robert: que los datos básicos de la historia de la lotería me los
había dado el abogado Stan Romaine, pero que, agobiado por las prisas del
cierre de la edición, había escrito el artículo como si realmente hubiese
estado allí. Después cedí un poco más y dije que, además de aquello, la
historia no era completamente cierta, que me había inventado algunas cosas. Le
expliqué que también había problemas con otros artículos, detalles que
resultaban no ser verídicos, pero no me atreví a contarle toda la verdad, la
verdadera historia de todas las mentiras, ni a decirle que de todas ellas tenía
yo la culpa, que ninguna era un error y que me lo había inventado todo.
Allison escuchaba atentamente. Asentía en los momentos
adecuados, y una vez hasta apoyó su mano en mi rodilla para darme ánimos.
Cuando terminé, soltó un sonoro suspiro.
—¿Quieres acostarte? —preguntó.
—Sí —respondí. Me sorprendió. ¿Eso era todo? ¿No tenía
preguntas? ¿No iba a presionarme para que le contara los detalles? Supuse que
se estaría guardando los comentarios para más adelante.
—Vete a la cama —me dijo.
De pronto, sentí el deseo, o más bien la necesidad, de
hablarlo con ella. «Allison me detesta —pensé—. Debe de notar que todavía estoy
mintiendo. Debe de estar tan enfadada conmigo que es incapaz de expresarlo en
palabras. No puedo irme así a la cama. Nunca la recuperaré; las cosas nun-ca
volverán a ser como eran, antes de que empezáramos a tener problemas. Me iré a
Lakeside y será el fin.» Por un momento, volví a preguntarme si no haría mejor
quedándome, pero sentía que tenía que marcharme. Si me quedaba, temía seguir
mintiendo y mintiendo, y perdiéndola más y más cada día.
—Mira, sé que tú quieres hablar de ello, Allie —dije—.
Podemos hablar. Estoy cansado, pero lo intentaremos.
—Bien, ¿quieres añadir algo más? —preguntó.
Silencio.
—A decir verdad, no —contesté finalmente—. ¿Tienes alguna
pregunta?
—Sí. ¿Por qué coño no me dijiste que estaba pasando todo
esto?
—No estoy seguro. Ni yo mismo he terminado de asimilarlo.
—¿Cómo que no estás seguro?
—Ni siquiera me lo confesaba a mí mismo cuando lo estaba
haciendo.
—O sea, ¿que estabas medio majara? ¿Es eso lo que quieres
decirme?
—No, en realidad, no.
—¿Y qué pensabas entonces?
Silencio.
Ahora sí que quería irme a dormir. «¿Por qué no habré
aceptado su primer ofrecimiento de dejarme marchar? Me ofreció una salida y no
la quise. Soy un imbécil. Sólo conseguiré salvar esta relación si de algún modo
logro salir de aquí sin hablar de esto, si regreso con la mente más despejada y
le cuento toda la verdad. No puedo soportar la idea de explicarle la verdad
ahora, ni tampoco puedo seguir mintiéndole, y por mucho que quisiera quedarme,
no puedo hacerlo.»
—Stephen, ¿por qué? —estalló—. ¿Cómo voy a explicármelo a mí
misma, si no me lo explicas tú? ¿Cómo escribiste esos artículos? ¿Cómo lo
hiciste durante tanto tiempo? ¿Cómo es que no te pillaron? ¿Y cómo es que yo no
sabía nada al respecto? ¿Cómo ha podido pasar todo esto?
—No lo sé, Allison. No lo sé. Lo siento. De verdad que lo
siento mucho. Sólo es que no puedo hablar de ello ahora.
Yo mismo me había acorralado: no quería confesar mis
anteriores medias mentiras, no quería contarle más mentiras, pero tampoco
quería decirle la verdad. Estaba avergonzado y sentía que otro aspecto de mi
vida también se desmoronaba. Antes había intentado no mentirle a Allison.
Durante mucho tiempo mantuve el trabajo totalmente aparte de mi vida con ella;
ahora que lo pienso, supongo que lo mantuve en secreto. Por un lado, lo hice
para protegerla y ahorrarle la complicidad con lo que yo hacía, y por otro,
para protegerme de ella y evitar precisamente aquella confrontación, o al menos
eso creo. Había querido evitar su juicio y a la vez mantenerla limpia de mis
errores, alejada de ellos. Pero como pude comprobar entonces, sólo conseguí que
la confrontación, cuando por fin se produjo, fuera mucho más dolorosa para
ella. No es posible engañar a una persona y protegerla al mismo tiempo, pero
tardé mucho tiempo en asimilar la veracidad de esta afirmación.
Me incorporé y me incliné para besar a Allison en los
labios. Ella aceptó mi beso, pero no me lo devolvió. Me dirigí lentamente hacia
la escalera, mirándola todo el rato, intentando adivinar lo que estaría
pensando. Cuando pasé por detrás de ella, rocé con la mano su pelo rubio. No se
echó hacia atrás, pero tampoco se retiró. Cuando estaba en el tercer peldaño,
le dije «te quiero», enunciándolo a medio camino entre una aseveración y una
pregunta.
Ella no dijo nada.
En el sexto peldaño, ya no pude soportarlo más. Tenía que
preguntárselo directamente:
—¿Todavía me quieres, Allie?
Me detuve, agarrado al pasamanos, y esperé su respuesta.
—Sí —respondió.
Subí corriendo lo que quedaba de escalera, me despojé de la
ropa y me metí en la cama sin cepillarme los dientes. En cuestión de un minuto
estaba dormido, demasiado cansado para temer las pesadillas que se disponían a
acudir sin tardanza.
Mis sueños de aquella noche estuvieron repletos de colores
intensos, violencia y ruido. Recuerdo que sentí dolor y pedí ayuda, pero no
encontré a nadie que me rescatara. Soñé que había llegado la hora de
despertarme, pero que, aun así, no me despertaba.
Abrí los ojos antes de que sonara el despertador, lo apagué
para que no hiciera ruido y me deslicé de la cama silenciosamente, para no
sacar a Allison de su sueño. Sabía que si la despertaba, volvería a hacerme las
preguntas de la noche anterior. «¿Ahora sabes cómo lo has hecho? —me diría—. Y
lo que es más importante aún: ¿sabes por qué lo has hecho?» No quería quedarme
enfangado en aquella discusión, y menos todavía cuando se me hacía tarde para
ir al aeropuerto. Francamente, si era posible evitarla, prefería no tener nunca
aquella discusión.
Me salté la ducha, que producía un estruendoso quejido cada
vez que el indicador del agua caliente se acercaba a menos de diez grados de una
temperatura tolerable. Y oriné con mucho cuidado contra la pared del váter,
justo por encima de la superficie del agua, donde la meada resulta más
silenciosa. No tiré de la cadena.
Incluso abrir el chirriante armario habría hecho demasiado
ruido, así que recogí del suelo la ropa del día anterior y bajé la escalera de
puntillas. Mientras me vestía en la cocina, me di cuenta de que había llevado
puesta la misma ropa durante cuarenta y ocho horas seguidas. Con aquella ropa
había sudado, me había llovido encima y me habían despedido, y aunque todavía
me era posible llevar la camisa y el pantalón durante unas horas, se me hacía
absolutamente intolerable llevar puestos un minuto más los calzoncillos y los
calcetines.
Deseché la posibilidad de vestir a pelo; la cremallera del
pantalón estaba ligeramente estropeada y me habría pellizcado, pero tampoco
podía arriesgarme a volver al dormitorio en busca de ropa interior limpia.
Volví a subir la escalera de puntillas y eché un vistazo en la secadora, que
estaba en el baño. Había unas pocas prendas en el interior, y todas eran de
Allison: un par de diminutos calcetines blancos de algodón, dos camisetas y
unas bragas de color beige. Decidí dar una oportunidad a las bragas beige. De
las que tenía, eran las menos sexy, más pantaloncito que biquini, y el elástico
parecía un poco dado de sí. Cabía una remota posibilidad de que pudiera
ponérmelas.
De vuelta en la cocina, estuve un buen rato debatiéndome en
todas direcciones, intentando que me cupieran las braguitas, pero no conseguí
que me subieran más allá de las rodillas. Se me ocurrió entonces meter primero
una pierna y después la otra. Sentado en la encimera de la cocina, introduje la
pierna izquierda por la pernera izquierda de las bragas y me las subí hasta
medio muslo. A continuación, flexioné la pierna derecha hasta llevar la rodilla
izada a la altura del cuello. Mi propósito era hacer pasar el pie derecho por
la pernera libre de la prenda, pero el agujero seguía estan-do demasiado alto.
Me eché hacia atrás, muy atrás, esti-rando la columna vertebral tanto como me
fue posible, lo cual me permitió levantar unos cuantos centímetros más la
pierna flexionada. Sólo un poco más y habría conseguido meter el pie por el
agujero.
Me tumbé cuan largo era sobre el borde de la encimera de la
cocina, con la pierna izquierda enredada en unos calzones, la pierna derecha
levantada hasta más arriba de la oreja, y el dedo gordo del pie derecho
intentando pescar la cambiante posición de la abertura de la braga. «¡Vamos!»
Mi corazón latía un poco más aprisa. «Vamos, dedo. Tú puedes. Yo sé que puedes.
¡Eres un gran dedo del pie! ¡Si hasta podrías ser un pulgar! Sólo un poquito
más atrás.» Y entonces... ¡buum!
Justo cuando pasé el dedo gordo del pie derecho por la
pernera, mi peso se desplazó ligeramente, me vine abajo por el borde de la
encimera y aterricé con fuerza en el suelo; ni siquiera pude amortiguar la
caída con las manos. Al día siguiente tendría todo un costado del cuerpo lleno
de cardenales, pero no podía preocuparme por eso ahora. El ruido de mi caída,
ya de por sí bastante fuerte, se había visto amplificado por el chasquido que
hizo el algodón al romperse, cuando mi pierna derecha finalmente pasó por la
abertura: una victoria pírrica.
—¿Qué ha sido ese ruido? —gritó Allison desde el piso de
arriba.
—No ha sido nada, cariño. Te quiero. Duérmete —grité a mi
vez, mientras me quitaba de la cintura los restos de sus bragas. Me dolía todo
el cuerpo.
—Ahora bajo —dijo ella. La oí moviéndose en el piso de
arriba.
—No, no. Es tempranísimo, Allie. Vuélvete a la cama.
—Ya estoy despierta. Ahora voy.
La oí en lo alto de la escalera, y metí como pude los restos
de las bragas en el armario más cercano.
—No es nada, de verdad —chillé—. Vuelve a dormir.
Bostezó y se volvió a la cama.
De nuevo con el culo al aire, me puse a buscar en la cocina
una solución creativa. Lo único que conseguí encontrar fue una caja de bolsas
de plástico para la basura. Con un cuchillo de pelar fruta, hice dos agujeros
en una bolsa y me la puse. Por fortuna, era una de esas bolsas modernas con
asas rojas, que me até a la cintura. A decir verdad, me sentaba bastante bien.
Como pantalones de cuero, pero flojo. El único problema era que, cuando andaba,
crujía un poco.
En lugar de calcetines, me puse un par de bolsas para congelados.
Eran menos confortables, pero me mantenían los pies secos, en aquellos zapatos
que todavía estaban anegados de andar en la lluvia con Robert.
Por último, me senté en el sofá y le escribí a Allison una
nota breve. Era simple, formal, y tal vez inadvertidamente fría, como suelen
serlo mis notas más personales, aunque traté de hacerla mucho más cálida. Le
recordé el número de teléfono de mis padres y le pedí que me llamara cuando
tuviera algún momento libre. Le dije que la llamaría esa misma noche. También
le escribí que iba a echarla de menos y que la quería mucho. Le dije, aunque
sabía que no era verdad, que todo se arreglaría muy pronto, y también recé para
que así fuera: «Por favor, haz que todo vuelva a estar bien.»